By Samara Saavedra
Llegó a mí como un meteoro, un evento impredecible que escapó a los pronósticos del clima.
Me encontró con la guardia baja, sin ánimos de resistir. Y fuimos tejiendo juntos una red que al principio parecía amorfa, y que poco a poco fue cobrando forma para cubrirnos por completo.
Acababa de terminar una relación de año y medio, me sentía frágil y vacío, no tanto por la ruptura sino por ser la primera vez que alguien realmente me lastimaba, razón por la cual me convertí en cliente frecuenta de un bar por el Ajusco, lugar dónde posteriormente la conocí.
No quisimos resistirnos a la deriva de las olas que veíamos crecer en el vaivén de nuestros cuerpos, un poco ebrios por los tragos amargos de la cerveza y el mezcal de baja calidad que bebimos como jóvenes de preparatoria sin temor a la cruda del día siguiente.
Nos tomábamos de la mano buscando un asidero, aunque estaba claro que iba en caída libre, en una espiral mortal y excitante de un deseo desenfrenado y prohibido, como si nunca nadie me hubiera lastimado y no tuviera conciencia de lo que más adelante podría suceder.
En las sombras fuimos construyendo algo que no estábamos seguros de lo que era, simplemente nos dejamos llevar. Sólo sabíamos que parecía un oasis, un sueño dulce y agradable del que no queríamos despertar.
La realidad, benevolente, nos daba tregua, y dejaba que echáramos a volar nuestra imaginación, como cometas en el cielo en pleno abril: metáforas de sueños ambiciosos, que competían con los sueños infantiles por su temeridad y fortaleza a toda prueba, a toda desilusión, a cualquier miedo que haya sido experimentado.
Estallamos juntos, varias veces, y nos fuimos pulverizando en cada una de ellas.
Cada vez era más agotador el regresar a la normalidad, a la vida cotidiana. Los vicios nos estaban consumiendo poco a poco cada vez más y ambos sabíamos que esto nos podría destruir definitivamente.
Entonces, de común acuerdo y en un arranque de sensatez, nos dijimos adiós, extirpándonos del cuerpo y de la mente, un órgano que aún nadie conoce, pero que duele, como el dolor fantasma del miembro de un cuerpo amputado.
No nos hemos vuelto a ver, pero no hace falta, ese dolor fantasma es ella en mí y viceversa. Nos recordamos cada vez que alguien habla sobre qué es el amor, o mejor aún, cada vez que es abierta una cerveza.
Armando
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