Texto por: Ulises Novo
Quizá sea, en esta novela, publicada por Seix- Barral en 2011, pero escrita por el 82, donde Don DeLillo se arriesga a debatir y a reflexionar junto al lector sobre una de sus grandes obsesiones narrativas; la comunicación.
Pero, si bien, en novelas como Mao II, Fin de campo, El gran salto o Ruido de fondo, fenómenos comunicativos como la publicidad, entendido como un mecanismo tecnócrata de manipulación, no escapan a su visibilidad y severa crítica, en su novela Los nombres va mucho más lejos.
El hecho de concebir la palabra como fármaco y enfermedad es lo que determina el argumento de esta novela poliédrica y heterodoxa donde se combina lirismo, ensayo y novela negra.
A DeLillo siempre le ha gustado detenerse en las propiedades del lenguaje y en la capacidad del silencio como recursos efectistas y atrayentes a la hora de describir la psicología de los personajes.
En la mayoría de sus novelas, las palabras son tangibles; aparecen como entes propios, con cualidades físicas, como si, en el lenguaje, se proyectase una clase de espíritu o alma; una reivindicación cabalística de la palabra como génesis del mundo, como chispa que hace despertar al Golem. Ese valor chamánico del acto de decir no es prescindible en la poética de DeLillo. Al contrario, se convierte en uno de esos referentes míticos que, junto al Islam, el terrorismo o los entornos tecnológicos, definen su prosa.
Los nombres es un tributo al propio Don DeLillo, uno de esos autores que reconoce que la forma es tan importante como el contenido y que, en ocasiones, una estructura aparentemente caótica en el desarrollo secuencial de los capítulos de una novela, en vez de comprometer al lector, lo libera, lo abstrae, lo lleva a una clase de distopía que encauza el sino de los personajes.
En Los nombres, James Axton, un analista de riesgo, viaja por Oriente Medio recabando información sobre los conflictos bélicos y las crisis políticas que urden, desgraciadamente, el desmoronamiento lento y progresivo de la estructura social de muchos países. En una isla del Egeo, Axton tiene información sobre varios asesinatos relacionados con una secta que alaba al lenguaje como divinidad y que justifica sus crímenes en función de las palabras transmitidas dentro del liderazgo de esa secta.
A partir de aquí, nos encontramos a un personaje apátrida que ansia descubrir el origen mesiánico de esta sociedad secreta. Un divorcio a sus espaldas, un hijo al que rara vez puede ver y con el que, al principio, apenas se comunica, amigos que van y vienen y el demoledor, al mismo tiempo que espléndido paisaje de las ruinas, los acantilados y el desierto nos conducen a esta parábola en la que la trama detectivesca queda en un segundo plano para que Don DeLillo, como un avezado y curtido semiótico, indague en el propio origen de la palabra, en el poder mistérico y salvífico de la poesía como engendradora de vida y de muerte.
No escapa a esta reflexión esa concatenación de temas que convierten Los nombres en otra novela peculiar, distinguible por el estilo, pero singular porque, por primera vez, DeLillo se permite el lujo de detenerse para que sus personajes y sus descripciones sean instrumentos con los que analizar la función chamánica del lenguaje, su poder evocador en los libros, su habilidad para confirmar la fe de los pueblos. Sin embargo, también se detiene en su poder destructivo cuando se reinterpreta en claves místicas que escapan al propio conocimiento del lector y de James Axton.
Don DeLillo Foto by Joyce Ravid
La palabra evoca la cosa, la crea, la dirige, la acciona, la convierte en potencia de una decisión, la ejecuta. La palabra es anterior a todo.
La palabra permite la existencia de los dioses y los dioses urden las desgracias y las dichas del mundo a través de la palabra. Esta clase de premisas quedan esclarecidas a lo largo de la novela a través de diálogos, nada creíbles en el mundo real, pero sí en el marco narrativo de una novela que, insisto, va más allá de la novela.
Esta reflexión metalingüística se relaciona con otro elemento visiblemente asombroso para todos los personajes y para el propio lector. DeLillo se detiene continuamente en la descripción de las ruinas griegas, de los paisajes marítimos y desérticos, como si, en ese magistral ejercicio descriptivo, quisiera dejar claro que el escritor, como un hacedor borgesiano, crea mundos a través de la palabra escrita. Pero, por mucho que lo intente, las palabras son insuficientes. Por esa razón, el protagonista y su ex mujer comentan que las ruinas son el esbozo de un esplendor acabado, una analogía de que las palabras tampoco son capaces de comprender y retener la vastedad del mundo.
El asesinato en la novela tiene coherencia cuando el delito se sostiene en el culto a la palabra. Por muy severa que sea esta afirmación, solamente la palabra en forma de daga puede profanar una vida.
La palabra rezada hace del asesinato un acto coherente, no delictivo y ese hecho, esa revelación, compromete al lector y al propio protagonista. El hecho de que la contextualización de la novela se produzca en Oriente Medio no es otra que la de dejar constancia que el carácter órfico de la palabra se asienta en las tres grandes religiones, donde la revelación de la Palabra justifica su existencia, les concede el don de la permanencia.
Las frases memorables con las que comparten intereses comunes James Axton y sus compañeros de viaje podrían conformar un tratado de poesía, como evidencian las palabras de su ex, Kathryn:
“Por fin he averiguado el secreto. Durante todos estos meses me he estado preguntando qué era lo que no conseguía identificar en mis sentimientos acerca de este lugar. La profunda cualidad de las cosas. Las formas de las rocas, el viento. Las cosas vistas contra el cielo. Esa claridad de la luz antes del ocaso, que casi me parte el corazón. —Riéndose—. Y entonces me di cuenta. Son todas ellas cosas que me parece recordar. Pero, ¿de qué las recuerdo? He estado antes en Grecia, sí, pero nunca aquí, nunca en un lugar tan aislado, nunca frente a estas vistas, y estos colores y estos silencios en particular. Desde que llegué a la isla no he dejado de recordar. La experiencia resulta familiar, aunque con eso no lo expreso correctamente.” (pág. 153).
Añade un poco más adelante Owen, amigo de la pareja:
“James dice que el aire está lleno de palabras. Quizá esté igualmente lleno de percepciones, de sentimientos, de recuerdos. Los recuerdos que tenemos en ocasiones, ¿no serán acaso los de otras personas? Las leyes de la física no distinguen entre pasado y futuro. Siempre estamos en contacto. Existe una interacción basada en el azar. Los modelos se repiten. Los mundos, los grupos estelares, quizá incluso los recuerdos” (pág.154).
Volterra, apasionado por el cine y empecinado en filmar el paisaje desértico, le comenta a James precisamente el valor chamánico y curativo de la palabra, como si el significante por sí mismo ya fuese mundo.
“Cuentas con un lugar potente y desnudo. Cuatro o cinco rostros interesantes. Un argumento o historia extraños. Una víctima. Un acecho. Un asesinato. Pura y simplemente. Quiero regresar a eso. Será un ensayo acerca del cine, de lo que es el cine, de lo que significa. Distinto de lo que hayas conocido hasta ahora. Olvídate de las relaciones. Quiero rostros, tierra, clima. Gente que habla vete a saber qué idiomas. Tres o cuatro lenguas diferentes. Quiero que las voces formen parte de un paisaje sonoro. La palabra hablada formará parte del panorama. Utilizaré las voces como un sonido sincronizado y como una narración desde fuera de la pantalla. Las voces serán filmadas. El viento, el rebuzno de los asnos, los perros cazando. Y una línea que recorre la película. Una leve línea narrativa. Todo lo demás converge sobre esa línea, depende de ella” (pág. 263).
Las palabras de Andahl, miembro de la secta, son reveladoras para el propio James que descubre esa relación entre palabra y acción, entre precisión cabalística y ejecución del crimen:
“Perdimos tesón, enfermamos. Algunos mueren, otros marchan. Se producen diferencias de significado, diferencias en las palabras. Pero sepa una cosa. La locura posee una estructura. Podríamos decir que la estructura es algo inherente a la locura. No puede existir una sin la otra. (…) Nombres, letras, sonidos, derivaciones, transcripciones. Nos aproximamos a las formas de los nombres con cierto respeto. Poseen un poder secreto. Cuando el propio nombre es un secreto, su poder y su influencia se ven acrecentados. Un nombre secreto constituye un modo de escapar del mundo. Representa una forma de acceso a nuestro yo” (pág. 277).
Cuando James se adentra en la cima de la secta y contempla el ritual, escucha algo y, al final del texto, se produce en él esa catarsis que DeLillo procura para sí mismo cuando escribe esta novela, su final; el predominio de la forma como síntoma de una historia extraña:
“Se trata de un lugar al que se accede en multitud, en el que se busca compañía y se charla. Todo el mundo habla. Dejo atrás los andamios y desciendo por la escalinata, oyendo una lengua tras otra, ricas, ásperas, misteriosas, potentes. Esto es lo que traemos al templo. No se trata de oraciones, ni cánticos, ni carneros sacrificados. Nuestra ofrenda es el lenguaje” (pág. 434).
Lo inédito de este texto de DeLillo es que su carácter innovador radica en ese concepto metalingüístico tan tentador como es el hipertexto: el protagonista de la novela es un analista de información que, a su vez, se interesa por una trama detectivesca inspirada en una secta en la que el culto al lenguaje predetermina los asesinatos.
El lector siente que ha de descifrar un código desde que comienza a leer Los nombres y que, en cualquier momento, esos vericuetos lingüísticos lo conducirán a un desenlace. DeLillo, consciente del hecho, se hace visible con una primera persona donde novelista y personaje se confunden, logrando que la propia novela se convierta en esa ofrenda propia de cualquier sociedad secreta, un tributo a los dioses como embriones de una palabra incesante, mejor dicho de un libro incesante, que, como el propio Borges, manifestaría en uno de sus ensayos, es el Universo.
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