Por: Daniel Anaya (@danielanaya423)

Pintura “Gravedad de los cuerpos” de @_adrian_ahr

Pintura “Gravedad de los cuerpos” de @_adrian_ahr

 

Eran las 03:00 a.m. del martes 30 de marzo. Una madrugada fresca. La vela sobre la mesa emitía su luz sin tiritar. Mi abstracción fue interrumpida al darme cuenta del silencio absoluto. Ningún viento agitaba las ramas de los árboles, ningún felino maullaba. Fue un instante de quietud que agradecí. En ese momento, observé la luz de la vela. Una gota de cera se aferraba al borde, resistiéndose a deslizarse por el tallo. Contemplé el drama. El calor del fuego derretía la parafina; la gota terminaría por fundirse. Su perfecta y cristalina redondez habría de desaparecer en cualquier instante.

            Cuál fue mi sorpresa al observar el surgimiento de una diminuta burbuja dentro de la gota. Imposible. Me acerqué para admirar el espectáctulo. ¡La burbuja comenzó a girar dentro de la gota! Un perfecto movimiento de traslación a gran velocidad. Y yo no podía compartir aquel avistamiento con nadie, aún.

            Las condiciones (temperatura, cantidad de parafina, contorno del borde de la vela, etc.) habían dado lugar a semejante milagro. Un universo entero ante mis ojos. Ni siquiera parpadeé para no perder el mínimo detalle. La burbuja seguía girando a gran veocidad en círculos perfectos dentro de aquella maravillosa gota de cera.

            De un instante al otro, la gota se deshizo. Su contorno perfecto se rompió y la parafina acarició las paredes de la vela. Yo había contenido la respiración hasta entonces.

            La madrugada seguía en silencio. La luz de la vela, impacible. La existencia había surgido y había concluido frente a mis ojos. Y lo que para mí habían sido apenas unos cuantos segundos, para ese universo dentro de una gota pudo haber significado generaciones de pueblos, historias, batallas y amores.

            Ahí estaba la clave de mi trabajo: en la permanente posibilidad de la muerte. Saber que la existencia tendrá fin, y que ésta puede ocurrir en cualquier momento.

            Y así fue como insuflé vida a mi obra: con el virus de la certeza de su muerte.

            Mi criatura estaba recostada sobre la mesa de madera, iluminada por la luz de la vela, sin saber cuál sería su origen ni razón de ser. Mirará a los cielos intentando comprender, pero será hasta que por fin dirija su mirada a la tierra y contemple en silencio el fuego de la vida, en la absoluta oscuridad de la madrugada; y que por obra de la casualidad, algún día, logre presenciar con humildad la formación de una diminuta y efímera gota en su punto de ebullición, sólo entonces comprenderá. Y yo podré descansar.

 

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