Colaboración. Creación de texto a partir de fotografía.
Fotografía: José Ambrosio (Instagram: @FotosensibleMx)
Texto: Daniel Anaya (@danielanaya423)
Los animales tienen tres objetivos en la vida: alimentarse, sobrevivir y reproducirse.
En todo caso, podríamos reducirlo sólo a uno: reproducirse.
¿Qué objetivo tenemos los seres humanos? Cada individuo decide y actúa a su propio antojo. Come, duerme, mata, imagina, crea y fornica sin pena ni gloria. Termina sus días nostálgico, resignado, sumergido en una demencia natural o voluntaria, sin certeza alguna.
Estoy parado frente a la obra del maestro. El ritmo. La forma. Los colores. El movimiento. ¿Cómo es que una mente logra abstraerse y desarrollar su potencial para comunicarse a través de los siglos? ¿Es que uno decide ser artista o nace ya con el impulso irrefrenable?
La gente alrededor murmura, toma fotos. Yo intento vislumbrar la técnica. Pienso en las solitarias noches del maestro en el punto álgido del proceso creativo. ¿Quién o qué fue su inspiración? Los trazos arrebatados, enérgicos. Colores rojizos. Las ramas de un árbol seco retorciéndose doloridas hacia la penumbra.
Heme aquí, parado frente a la obra, rodeado de individuos que vociferan, se atropellan, hacen muecas.
¿Para quién crea el artista?
¿Para quién quiero crear?
Para nadie.
Por la experiencia estética en sí misma. Por nuestra condición divina que nos ha brindado esa facultad.
El ser humano no es mejor ni peor por un cuadro más o menos. Por una sinfonía, una escultura, un poema o una fotografía en la que alguien deje su alma.
Presiono el obturador.
by José Ambrosio
El maestro está muerto. Ya no importa si se entregó en cuerpo y alma por cambiar el mundo, por hacer entender algo a la gente. Se llevó a la tumba el regocijo de su mente encendida y dejó las reminiscencias de su grandeza en estos lienzos que hasta hoy vibran.
Miro a la joven a mi derecha. Lleva una blusa azul con los hombros descubiertos. Mirada absorta. Boca semiabierta. Cabello chino. Recorre con avidez el lienzo de esquina a esquina, de arriba abajo, al centro, otra vez hacia arriba. Frunce un poco el ceño. Su mirada se pierde en la oscuridad. Casi puedo percibir su suspiro.
Camino discretamente hacia atrás, lo suficiente para enmarcar el cuadro y la chica en mi lente. Un instante antes de que una mujer mayor se atraviese, presiono el obturador.
¿Cómo saber si uno es artista? ¿Si tiene lo necesario para crear, para lograr una propuesta novedosa, distinta, que enchine la piel del espectador?
Jamás lo sabré. No importa.
Me doy prisa para salir antes de ver el rostro de la chica girarse y salir de su ensimismamiento. Me quedo con su silueta fundida en la pintura por mi lente.
Bajo las escaleras con las manos hormigueantes. El mecanismo de mi cámara está tibio.
En el momento en que cruzo la puerta hacia el exterior, yo mismo soy retratado por las luces de los aparadores. El frío y el bullicio me pegan de lleno en la cara, sacándome de la ensoñación.
¿El exterior modifica al artista o es el artista quien modifica el exterior?
Cuadros blancos, planos, prístinos, fríos. Un hormiguero monumental que no duerme. Traga, vomita y observa.
Para arremeter la agresión, me coloco en posición, enfoco y disparo.
Luego me escabullo entre la gente, con el sentimiento en la garganta, como alguna vez hizo el maestro.
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