El niño de los huevos de oro

Había una vez un niño de oro; tenía los ojitos grandes y saltones, redondos y castaños con el iris un poquito más claro y no hablo del tono, no señores, claro de luz, y claro de esencia. Como recién nacido; ojos de virgen, tenía el niño de oro.

Aquellos ojos de virgen en el niño de oro, eran custodiados por unas ramitas, tupidas como tormenta tropical, pestañitas que miran hacia abajo, como apenadas porque las veas, apenadas por tener el grato placer de cubrir los ojitos de virgen del niño de oro.

Se apenaban por tener el honor de ser miradas por lo que el niño de oro decidía ver, apenadas por mis ojos, se agachaban…

Esperen, ok. Me estoy mintiendo.

Las pestañas no estaban apenadas, si no enseñadas a su trabajo de custodias y mi imagen les parecía un peligro… ¡¡ay que pestañitas tan perceptivas…!!

El niño también tiene palabras de oro; brillantes y llamativas que adornan sus pequeños labios de niño de oro.

Una persona como él no tendría por qué tener boca grande, no la necesita.

Sus palabras salen como medidas, bien pensadas, rítmicas, arrebatadas y húmedas, recién creadas y justificadas, con dirección. Ubicadas.

Tiene salpicaduras de oro en su cuerpecillo de niño, gotas doradas en forma de lunares. Las pude ver en su cuello, estrategicamente acomodados para justificar mis besos, y dar rumbo a mi lengua.

Sólo las personas menos bendecidas podrían descubrir los defectos del niñito dorado, es así como vi su menosprecio y la mirada vacía, su soledad y el tono altanero.

Sólo una niña chapeada, de luces de antro, de flashes impúdicos, de brillo neón podría estar pensando después de su partida, si el niño de oro tendría también los huevos de oro, porque se sentían de oro…

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