Por Una Buena Brujer
Como un preludio de aquel prístino lugar, el Universo me llevó a un atardecer igual de solitario en Quintana Roo: un muellecito cuya madera rojiza contrastaba con el pacífico azul de la laguna de Nichupté.
Éramos una velita encendida, cómplice estática de mi silente éxtasis por la fortuna de pertenecer a una postal carente de pretensiones, donde la naturaleza derrocha perfección en la sencillez.
Aquí las palabras no revelaban el verdadero mensaje, de hecho sobraban.
El arte de este Dios haciéndose presente, sí que tenía pulso, aquí la naturaleza rockea y bastante bien.
Temprano, dejé aquel paisaje solitario con sus socarronas gaviotas. Fue un placer conducir todo el litoral de esta laguna y el verde escandaloso de su vegetación, hasta el pueblito de Chiquilá, donde transbordamos a Holbox.
Mi habitación en aquel paraíso desentonaba con los paisajes que me recibieron aquella tarde: un eco hotel -para nada económico- cuyos olores provenientes del sanitario y la regadera, denotaban un deficiente proceso de tratamiento de aguas muy pro y ecológico; con un olor a caño igual de pro e igual de ecológico… Déjame te cuento: ambos pintados en su interior de negro, (sí, leíste bien, de negro), así que me sentía una especie de Merlina muy gótica mientras me daba una ducha casi a oscuras. Nada padre.
El lavamanos sí que me robó el corazón. Dale una ojeada a las imágenes y asentirás conmigo: no sabía si lavarme las manos, o hacer 10 litros de salsa verde. La rusticidad recobró su poder.
Aquella noche en medio de la nada, sin televisor, sin red telefónica, sin distracción alguna, tumbada en aquel edredón ligero y blanquísimo, mi compañía fue aquel atrapasueños enorme, que pendía de la pared y que mi rabillo del ojo advirtió a mi derecha, me mal aconsejó acallar mi deber -ser por los querer-ser. Que sí es posible. Que siempre es mejor sentir que pensar. Y entonces esbocé una de esas sonrisas que se mandan solas.
Al agotarse las horas de mi estadía en aquella islita (que es realmente una península), vi las marcas de los neumáticos del carrito de golf en la arena bajo mis pies, alejarse de a poco del paisaje azulísimo, y en un cerrar de ojos el cielo del caribe y el litoral de la península de Yucatán, me envolvían en un abrazo de nubes de las que no quería despedirme.
Y así, en cada viaje, nuestro corazón se va esparciendo, esperando que volvamos a los mismos lugares, donde fuimos felices. Donde fuimos libres.
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