Por Una Buena Brujer
Fue la primera vez que el sonido del mar era inexistente.
Era mi ligera humanidad cargada de hastío, y ese océano multicolor cuyo ámbar translúcido me coqueteaba tibiamente los pies en medio de la afonía del viento que me decía que era sólo para mí aquel espectáculo silente y perfecto. Y al menos para mí lo era: carente de humanos altoparlantes, música vulgar estridente y una conversación en silencio con ese Dios de gran corazón y sentido del humor que no vende la religión.
Nada es perfecto, y ese nirvana en la Riviera Maya me lo recordó cuando en diez minutos una nube de micro mosquitos negros, apenas perceptibles característicos de la región, rodeaban mis 50 kilos y me obligaban a cachetearme las extremidades y el abdomen mientras corría enérgicamente a buscar refugio en 2 litros de repelente ecológico para ver cien mini protuberancias en mi cuerpo ya entrada la noche. -“Chasquites, señorita, les llamamos chasquites. Son zancudos chiquititos que fácilmente la ignorarán, si mezcla repelente con aceite de bebé”-, dijo un Holboxeño mientras me daba probar la cocada artesanal más deliciosa del mundo. La reina de los cocos de todos los tiempos. Su familia la preparaba y vendía desde generaciones atrás: cero químicos y la miel de agave, sustituía perfecto al azúcar que todos deberíamos odiar.
Me obligo a compartirte que, Holbox (‘jolbosh’ pronuncian allá) no es precisamente económico y mucho menos el paraíso para un sibarita, tecnócrata acostumbrado a los lujos; pero para una ermita odiadora de gritos de infantes, y amante del silencio como yo… sí.
Encontré la calidez, el sazón lleno de buena intención y una decoración hermosa y rustica en el restaurante “Viva Zapata”, donde probé los camarones en crema de cilantro más perfectos de toda mi humana vida, además de unos chiles cuaresmeños asados dignos del paladar más exigente y… macho, muy macho.
Por la noche, en la terraza de un hotel muy tranquilo, que me permitía mirar desde mi mesa el suave vaivén de la luna arañando el océano, tuve un romance breve con un ceviche verde de otros camarones, que me obligaba a entrecerrar los ojos para descubrirme eligiendo entre el ácido picor del jugo de limón y los chiles verdes, o el cilantro y los mini cuadritos del pepino fresco que coronaban el platillo con rebanadas de bendito aguacate. No necesitaba más, no quería más. Y es que tengo que contarte taaaanta cosa, que, necesitaré otra publicación con el fin de que sientas lo que yo siento cuando no necesito ab-so-lu-ta-men-te nada más. Con todas las carencias que nuestra vida tiene, no necesitaba más nada.
El silencio y la soledad auto impuestas siempre gritarán y te confrontarán con lo peor, pero también lo mejor de ti. Y eso, mis queridos lectores, es de valientes. Por ello, aquella islita en medio de la nada carente de autos, de grandes cadenas hoteleras, y de pretensiones sin sentido, es un cómplice de olor salino y aire tibio que necesitamos y deseamos todas las ovejas negras.
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