Si Estambul posee es por amor.
Kamil Firat
Por: Saraí Ramírez
Han pasado once años y aún puedo rememorar los aromas, los colores, los sabores, las distintas miradas y lo más importante, los sonidos.
No puedo jactarme de “encontrarme” en un viaje que haya hecho por mí misma, aún no puedo hacerlo. He viajado apenas unas cuantas veces en compañía de mis padres, mis amigos y mi pareja. Quizá algún día tenga la oportunidad de volver a mi tierra soñada, sentarme en una roca o el peldaño de la escalera en cualquier sitio de la ciudad y encontrar lo que verdaderamente le da sentido a mi vida.
Con tan sólo atravesar el océano.
Sin duda, hay un antes y un después de Turquía, el último viaje que realicé antes de que la vida se encargara de aplastar y destruir todo lo que hasta en ese momento conocía, y es que topar de frente con otra cultura, idioma y costumbres distintas al propio, puede lograr que tu ser, quede en pleno embelesamiento y por siempre atada a ese lugar.
No podré olvidar a Estambul y su olor a sal, a pesca. Su sabor a mar, a lo que huele lo desconocido, el rojo y amarillo de sus tulipanes, el turquesa de los ojos y el marco negro de sus pestañas; la belleza indescriptible de la cisterna de Santa Sofía y su basílica.
Es increíble como nunca podré dejar ir de mi mente la emoción que sentí al escuchar por primera vez en plena madrugada, el llamado a la oración. Como si la ciudad entera callara por unos minutos de divinidad.
No entenderías cómo es posible perderse entre los colores de las especias en el gran bazar ni el constante regateo en todos los idiomas. Quizá no volveré a ser la misma desde aquel amanecer montada en un globo aerostático, sobrevolando Capadocia y las chimeneas de las hadas, ni el sabor ahumado del pollo y lo fresco de la ensalada con pepino y jitomate cocinado por la anfitriona del hotel.
Quizá jamás entiendas por qué Turquía representa tanto para mí. Hubo una última cena que ni el mismo Da Vinci se hubiese atrevido a retratar, pero que es el anuncio de nuestra inminente caída.
Quizá fue en ese preciso instante cuando comencé a madurar.
Es difícil saber si alguna vez regresaré a mi paraíso, aquel que algunos encuentran en París o Roma, para mí ese paraíso se llama Estambul, quizá algún día me pierda entre los aromas de su gente, entre sus cantos al cielo y en el azul de su Mármara.
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