Por Una Buena Brujer

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-¡¿Agua mineraaal?!… ¡¿cómo aguaaa?!-, me grita indignado mi amigo al tiempo que mece en el aire una copa de vino al preguntarme qué me apetecía tomar. -“¡Ni que fuéramos radiador!”- vocifera, mientras suelto una carcajada y me pregunto qué gen defectuoso debí mutar al nacer sin el gusto por este destilado.

El alcohol es un lubricante social para el 90% de los seres humanos, para mí, los perritos lo son. Me convierto en una mujer sonriente y sociable al acercarme a un peludito de cola agitada; y si el humano está de por medio, pues lo sobrellevo 😬

Comprendo perfecto cómo los vapores de este preciado líquido suben lenta y placenteramente al cerebro para poner a rockear de forma imperceptible a nuestros neurotransmisores, que nos convierten en unas cuantas copas en consagrados cantantes, cariñosos compañeros de cualquiera que esté a nuestro lado, y bailarines expertos en cualquier pista improvisada.

¿Yo?, yo no preciso de vino para liberar dopamina en alguna reunión, y me uno con singular alegría al guitarrón del mariachi, a los chistes de los comensales y al bailongo en la pista. ¿Las diferencias? Bueeeno, aquel sobrio con una cámara en mano, siempre será el todopoderoso-campeón goleador al día siguiente. La otra, la mejor: resaca inexistente y risas anónimas al ver el recuento de los daños en las fotos de mi teléfono celular.

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Desconozco cómo puedo contagiarme de la algarabía sin probar el etanol de cualquier brebaje fashion. Es así: soy tan ignorante en estos menesteres que no distingo un finísimo vino añejado de Borgoña francés (botella que alcanzan hasta los 13,000 €), de un licor adulterado de nuestra singular y chilanga central de abastos en La Merced.

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Cuando un par de amigos discute apasionadamente entre la calidad, precio y sabor de las bebidas alcohólicas, menciona a los destilados, los fermentados, los fortificados y espirituosos… (Hazme el fabrón cavor… “espirituosos”), los licores, sus divisiones y subdivisiones, yo los observo como Charlie Brown escucha a los adultos. Pero en mi analfabetismo alcoholígeno, (¿esa palabra existe?), disfruto las conversaciones genuinas de las personas -“te juro que te miro, y no te veeeo… “, a la vez que sueltan semejantes risas y vuelven a su plática de dieciséis temas distintos. Otros, necesitan cinturones de seguridad en su silla de bar mecidas del vaivén de un equilibrio inexistente pasada la medianoche.

No soy compatible con los malacopa pusilánimes en definitiva, pero sí con aquellos que liberan a su niño bromista y cariñoso, soltando verdades y emociones, que en una oficina o un paseo diurno no dejarían escapar, verdades sin complejos como diría el buen Sabina.

Debo confesar que no es mi hit la hora del borracho y que elegiré siempremente, siempre de los siempreses, una conversación profunda y llena de netas sin el humo del alcohol.

“En defensa de los tragos, déjame decirte, flaca, que he tomado las peores decisiones sobrio“, y me sonríe con una mueca genuina mi amigo, mientras cruza las piernas desfachatadamente y le da un sorbo a su Malbec.

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Que el alcohol no sea la risa que le falta a tu voz, estando sobrio.

Ya dije.

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