“Es la historia de un amor como no hay otro igual”, a medio camino entre el mar y el suavizante de telas.»
Cuando la conoció, funda de almohada en mano y sonriendo al disculparse mientras hablaba sin parar (una de sus peores o mejores cualidades dependiendo a quién preguntaras), ella simplemente lo observó de reojo, empujando su cabello hacia atrás con el dorso de la misma mano que se estiró para tomar la funda, llena de ropa sucia.
Algo le llamó la atención. No sabía decir exactamente qué, pero la miró mientras ella pesaba la ropa y se inclinaba para escribir su nota, contando con dos dedos regordetes y morenos mientras miraba fijamente su libreta a través de los dos rizos duros de gel que formaban su fleco, el resto de su cabello amoldado a la forma de su cabeza estirado hasta ser completamente liso con la ayuda del mismo gel.
No había nada en ella que fuera extraordinario o bello, como las modelos de cartón que imprimen para ser colocadas junto a los puestos de revistas, invitando con curvas peligrosas a comprar el diario donde hablen de su vida escandalosa, no.
Fue la manera en que se veía casi temerosa de mirarlo, como sus manos se movían de forma deliberada, como algo inevitable que sucedía antes de poder pensarlo.
La nariz le picaba como cuando su abuela ponía demasiado cloro en el baño, y sonrió cuando ella extendió la nota por sus 5.7 kilos de ropa sucia.
***
Propiedad de la NASA del océano báltico
Pasaba tanto tiempo en la lavandería, que la solución más efectiva fue empezar a trabajar a su lado también. Sentado arriba de la lavadora mientras la miraba, con los pies moviéndose suavemente, esperaba que ella le cuestionara por qué se encontraba ahí, pero nunca lo hacía.
Lo más cerca que llegó fue el día en que se acercó a ella, ya de regreso a casa, sentados en la última fila del camión. Puso sus manos sobre sus manos y ella lo miró de la forma furtiva como siempre hacía, juntando sus cejas, casi desaprobando pero no movió sus manos. Él se acercó y mientras la besaba, olió el cloro.
Meghann Riepenhoff ,“Littoral Drift #473″
La parte de atrás de su cuello olía a sudor, pero también a suavizante. Sus manos, especialmente, agrietadas por estar sumergidas o húmedas la mayor parte del día, a veces sangraban, tenían siempre un deje a limpio, a jabón neutro que venía de abajo de sus uñas. Donde ella era húmeda, apretando con muslos suaves que se movían como olas apretando su cabeza, era también un mar, salada y clorhídrica.
***
Sin embargo.
A veces la escucha llorar. Bajito, cuando piensa (imagina) que él ya está dormido. La humedad cae al delgado colchón, moja las cobijas y en los temblores que mueven la cama se pregunta si es posible ahogarse en lágrimas como uno se ahoga en el mar.
“¿Eres feliz?” le preguntó finalmente un día mientras metía el resto de la ropa para niños que debían entregar por la tarde en la lavadora, dándose la vuelta para verla.
Ella no contestó, mientras miraba el remolino gris y espumoso que se movía rítmicamente frente a ella, manchas de blanco sumergiéndose y reapareciendo a intervalos exactos. “Por qué?” preguntó finalmente, su voz como la llama de la estufa cuando había poco gas.
Vaciló por un segundo, mirando a su alrededor, al cemento permanentemente húmedo, al vapor que escapaba de las secadoras por tubos plateados hacia el techo. Y luego a ella.
“Porque….porque no parece que lo seas”
No debía decirlo de esa forma.
***
Su mamá solía decirle que no estaba hecho para la escuela. “José Luis” decía, con el mismo tono que hacía que se le encogiera el estómago y doliera como cuando se comía muchos Miguelitos, “Otra vez sacaste 6…¿qué pasó hijo?”
Sabe que no es muy inteligente. Y que sus intentos más desesperados por hacer algo bien, algo “bueno”, no siempre resultaban bien.
¿No bastaba con que fuera con una buena intención? ¿Simplemente el tratar?
Se estiró para tomar su mano, construyendo un puente, cruzando mares.
“Erica…vámonos de aquí”
Algo tembló en su mirada acuosa y honesta, como cada parte de la existencia que formaba parte de ella, simple. Y en ese momento casi se arrepiente de hacerle creer que es posible. Pero ella siempre le cree. Incluso cuando no se cree a él mismo.
***
No aceptan más pedidos el viernes. El domingo dan aviso, y pilas de bolsas plásticas peregrinan en la salida para regresar a sus lugares de origen. La lavandería queda cerrada, y los vecinos que los ven por última vez comentan que por primera vez, había visto sonriendo a Doña Erica.
«Ida» por Olivia Erlanger
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