Por Samara Saavedra
Me gusta contar nuestra historia como una leyenda, como un sueño, sin embargo, soy juiciosa y respeto los factores importantes; un joven de veintitantos y una puberta de quince, dos apasionados que se dejaron envolver por el amor como cualquier adolescente en su insano juicio.
Se enamoró de mí a primera vista, lo sé porque me seguía como sombra, ¡pero más! porque las sombras desaparecen en lo profundo de la oscuridad y es justo allí a donde él quería llevarme.
Al principio su estancia me enloquecía, le gritaba, me burlaba y luego callaba, avanzaba un poco esperando percibir algún ruido que me revelará su presencia.
Lo acepto, ya estaba loca.
Pasaron un par de semanas, y él ya era parte de mi atmósfera, una presencia común como el ruido de los árboles cuando el viento los atraviesa.
Casi no hablábamos, ni nos veíamos a la cara, en todo el tiempo que estuvimos juntos solo un par de veces nos sentamos frente a frente, él veía mis labios, los pellizcaba con dos de sus dedos, el anular sostenía y el gordo acariciaba, bajaba la mirada a mis senos y repetía la acción.
En una ocasión lleve su mano a mi pecho izquierdo, con media sonrisa y mirada altanera exclame: tócalo, es lo más cerca que estarás de mi corazón.
Sin inmutarse respondió: entonces lo besare, y lo beso. Su mirada era depredadora, nadie me había visto así; me veía con necesidad, con ansia, con vicio.
Él me arrebato mi inocencia, pero solo porque ya le pertenecía, la obscuridad y mi nula resistencia favorecieron al amor, mi ropa parecía gozar al caer como derretida.
De mi boca no salió ni un gemido, ni un sollozo, su mano contra mi boca no tuvo nada que ver.
Solo mis ojos lo penetraban, como él a mí. Recuerdo un poco de sangre y mucho sueño. Por lo general es ese el resultado de que te rompan el himen y tres pastillas de clonazepam.
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