Amparo Bojórquez
Mientras trabajaba Chelito Villegas usaba siempre una manta en las piernas, tapando su silla de ruedas. En realidad siempre había podido caminar, pero la cojera le avergonzaba tanto que, en público, prefería ir en la silla, siempre con la mantita que le había regalado su difunta madre desde que le dio polio, bordada con decenas de pequeños cuadrados hechos de retazos de tela cubriendo su pierna mala.
«Eres especial mi niña» le dijo su mamá el primer día que se la puso sobre las piernas, embelleciendo la triste silla, ya de segunda mano «Y un día vas a encontrar al príncipe azul que se va a enamorar de ti así como eres».
Así que esperó y esperó, confiando en las palabras de su madre y preparándose para el amor devorando fotonovelas de noches arábigas llenas de velos y misteriosos príncipes persas, y revistas de consejos donde la Señorita Amanda siempre respondía a sus lectoras todas las dudas que tuvieran en asuntos del corazón.
Solamente era interrumpida cuando alguien le hablaba desde el otro lado de la mesa de la barra, pidiendo un jugo o licuado. En ese momento volvían el resto de sus sentidos, devolviendola de forma brusca a su realidad cotidiana: el barullo típico del mercado de la colonia, marchantes ofreciendo carne, frutas y tamales, cajas arrastrándose, alguna radio con las noticias de la mañana.
Cuando lo conoció a él lo primero que notó fue su cabello negro y brillante, peinado hacia atrás con vaselina, y lo segundo la falta de anillo en su dedo. Al preguntarle su nombre sintió su corazón latir más fuerte y cuando regresó al día siguiente, ella se había puesto el moño que le había heredado su madre antes de fallecer, hecho de listón rojo vivo.
Él trabajaba llevando las cajas de la central de abastos al mercado, pasaba exactamente ahí a las 6, pero por Chelito (“solamente por usted Chelito”) se quedaba media hora más, pedía su agua caliente para un café acompañando su pan de chino y le platicaba de cualquier cosa, tan sólo pasando el rato compartiendo historias.
Le pidió matrimonio después de tres semanas y esa misma tarde hicieron el amor, con su foto de sus quince años como único testigo del momento en que se quitó la manta de las piernas y él accedió a darse la vuelta para dejarla desprenderse de la ropa, deslizándose pudorosamente dentro de las cobijas y esperándolo ahí, entregándose al que sería su primer y último amor.
El día de la boda las vecinas la ayudaron a arreglarse: flores naturales en el cabello, sus únicos aretes de oro y un vestido de rayas rosas que estaba lavado y planchado al pie de la cama desde hacía cuatro días. Incluso juntaron entre todas para pagarle el taxi que la llevarías hasta el registro civil. Doña Marcela, la del puesto de barbacoa tenía la tarde libre y pudo ser su testigo. Ambas esperaron, una en la silla y la otra parada, afuera del juzgado a que llegara el novio.
“No tarda en llegar, ha de haber mucho tráfico” murmuraba ella, más para calmarse a ella que para explicar la situación cuando ya daban las 3 y un cuarto de hora tras la hora convenida, sus manos morenas embellecidas con esmalte nacarado en las uñas retorciéndose con movimientos entrecortados sobre la manta, jalando hilos inexistentes.
Al pasar las dos horas, doña Marcela se tenía que ir, así que le ofreció un aventón a su casa, temiendo lo evidente. Al llegar a la vecindad las vecinas la miraron extrañadas.
“¿Y ‘ora? No que se iba ya a su casa nueva?”
“¿Qué casa nueva?”
“Pues su esposo, que se llevó todos sus muebles”
En la cara de Chelito la poca esperanza que le quedaba se desvaneció tan rápido que las vecinas se dieron cuenta del error. Se empujó con su silla de ruedas hasta la puerta de su casa, que permanecía abierta, sin entrar. Se quedó por unos momentos bajo el marco de la puerta en silencio, las paredes desnudas y el desteñido de la pared en forma de cuadrado donde el retrato de sus quince años solía estar parecían burlarse también de ella.
No quiso denunciar. Sabía que su engaño sólo podría ser motivo de risa para la policía, sus esperanzas y sueños.
En la noche, cuando todos estaban dormidos en casa de doña Marcela, quien se había ofrecido para dejarla dormir en casa, se levantó. Dejó la silla ahí mismo, junto al pie de la cama y se puso la manta de su madre sobre los hombros.
Caminó con todo y cojera a través del pueblo del que conocía las calles lo suficiente para hacerlo a oscuras, hasta llegar a la carretera, donde alzó su mano, esperando ahí mientras temblaba.
Un trailer se detuvo, un hombre inclinándose para abrir la puerta del copiloto, prendiendo la luz del interior para verla.
“¿Está bien señora?” le preguntó el hombre, un niño casi.
“Llévame a donde vayas”
Él se rió por un momento, pensando que era alguna clase de broma, hasta que vio su cara seria.
“Pero…bueno pues si quiere súbase”
Ella ni siquiera volteó a ver el pueblo, maniobrando con su pierna para subir el alto escalón, cerrando la puerta una vez dentro. Nunca iba a volver.
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