Pintura: El Convaleciente de Charles Carolus-Duran

Texto y fotografía por Amparo Bojórquez

Cuando René García sintió los primeros dolores no pensó que fuera a ser algo grave, tenía tan sólo 58 años, todavía fuerte y sano.

La muerte de rené garcía
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El Convaleciente de Charles Carolus-Duran

Su mujer le había pedido hacía unas horas que moviera la lavadora, que se había deslizado ligeramente hacia adelante. Así que lo hizo, poco a poco, usando todo su peso para restituir a su lugar el pesado mueble.

Sin embargo al poco tiempo empezó a sentir punzadas en el estómago, y no mucho después llamaron a la ambulancia, quienes lo llevaron de urgencias pues no se podía ni siquiera agachar del dolor tan intenso que lo cegaba y lo hizo perder el conocimiento antes de llegar.

“Es un aneurisma abdominal” le dijo la doctora que se encontraba en guardia en ese momento en el ISSSTE leyendo los resultados de un par de hojas. En la cama de al lado una mujer embarazada soltaba alaridos de vez en cuando que eran ignorados y dos camas más allá un niño se sostenía de la mano de su madre asustado. René acaba de despertar, con el brazo lleno de tubos, preocupado por que su trabajo empezaba en unas horas y por no saber que era un aneurisma.

Sonaba grave pero no quería preguntar, hasta que su mujer lo hizo por él, blanca como papel. “El vaso sanguíneo principal, la aorta se llama, está así” contestó la doctora, mientras mascaba un chicle, sosteniendo su mano y haciendo un puño “Se ensanchó dos centímetros más de lo que debería estar a la altura de su abdomen. En cualquier momento puede reventar”.
Una semana estuvo en el hospital. A veces solo, a veces acompañado. En esa sala donde no existía la intimidad, parecía un funeral abierto al público, con todos sus familiares lo visitaban por unas horas, a saludarlo con el tono con el que se da una despedida.

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Y no era para menos, su aorta ahora era una bomba dentro de su cuerpo, que podría estallar con un mínimo de presión; con un estornudo, un susto eran peligrosos, incluso le habían dado medicinas especiales para que al defecar no hiciera ningún esfuerzo.

La muerte, que tan lejana y ajena nos parece mientras estamos sanos, René la veía de una manera distinta, todos a su lado sólo esperando a que sucediera. A que le sucediera. La doctora le había explicado, su la vena reventaba en menos de cinco minutos estaría muerto. Su única opción era una vena artificial, carísima, muy rara de encontrar. Le habían hablado a su primo en Estados Unidos, a sus familiares por la frontera, nadie la podía encontrar.

“No quiero morir aquí” le dijo a la doctora un día.

“Si se va antes de que lo operen se puede morir” ella le advirtió.

“Me voy a morir igual, prefiero hacerlo en mi casa”

Su esposa lloró y le suplicó que se quedara, que la vena artificial llegaría pronto. Pero entre más lo pensaba, él se convencía de que había llegado su hora, y los cinco minutos que sufriría le parecían cada vez más convenientes y humanos que pensar en cómo había muerto su padre y su madre, tras meses sin consciencia, en hospitales donde no esperan a que te enfríes antes de darle la cama a otro doliente.

Al estar tumbado por horas en su cama, sin poder pensar en nada más que en la muerte fue haciendo la paz con ella, dejando las preocupaciones atrás. Resolvía a quien le dejaría sus cosas (a sus hijos por supuesto), cuánto pagaría su mujer por el entierro (lo cubriría su trabajo), que foto le pondrían en el altar (ya casi es Noviembre), y cómo lo recordarían (esperaba que como un buen hombre).

Dormía todo el tiempo, soñando porque era de las pocas cosas que aún podía hacer, esperando a los cinco minutos que acabarían con todo.

Pasó un mes, pasaron dos meses.

Pasó medio año.

Pidiendo la segunda opinión de un doctor lo confirmaron.

Lo que había tenido todo este tiempo eran divertículos en las paredes del intestino, y el supuesto aneurisma no había sido más que un ensanchamiento de 2 milímetros, no 2 centímetros, y que probablemente lo tenía desde el nacimiento.

Se acabaron las comidas en la cama, la compasión y el desfile de familiares. René García tuvo que continuar con la vida que había dejado, para siempre un hombre que sabía exactamente cómo era morir en vida.

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