Texto y Fotografía por: Una Buena Brujer

-“No debiera tener caducidad”-, me he dicho desolada, al ver partir a mis amigos a lo largo de mi bruja vida. No. Se supone que todo este issue de la camadería debe crecer y madurar deliciosamente como los exquisitos vinos de la pintoresca finca vitivinicultora que visité.

Sólo con ellos puedo dejar de fingir que soy una mujer seria y monocromática; porque honestamente, es agotador.

Es de sabios saber reconocer quién llega a tu vida para nunca irse, y quién se estaciona temporalmente -independientemente si su estancia es lumínica o llena de sombras-; es un lío saber si aquel que llenó tus espacios rotos y vacíos, será estacional o permanente… No podremos saberlo nunca. Pensaba en ello, cuando una entusiasta chica nos guiaba hacia las subterráneas cavas del viñedo.

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Es fascinante como unas pequeñas y dulces frutitas transmutan en el vino más sofisticado y exquisito. -“Alejandra, le pediré que baje de forma sensata y lentamente las escaleras”-, levantaba la voz la guía para frenar de repente mi emoción al brincar los empinados escalones de dos en dos. Nunca dejaré de ser una niña entusiasta. Y tengo peores defectos. Osh, su tía Cleta me la aplicó.

Ella explicaba pacientemente que la “crianza” tradicional consiste en la fermentación de la uva en barricas de roble, (el árbol más majestuoso y resistente que existe), y que necesitaba una buena y precisa evolución, porque el exceso de “envejecimiento” estropearía hasta el mejor vino; y así, una amistad extraordinaria entre dos personas, debía tener su vigencia, de otra forma perdería su color y se oxidaría… triste.

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Las personas detrás de mí salivaban cual perrito de Pavlov, cuando la guía explicaba procesos detallados para acentuar los aromas naturales y originales, y para dar la bienvenida a otros que se originaban por la fermentación… Así una sólida historia entre amigos adquiere su buqué… ajá.

Imaginé las aromáticas historias que la fila bien alineada de barricas tenía que contar a media luz, una vez que me quedé a solas con ellas: el calorcito húmedo, con el escandaloso olor a uva en proceso de fermentación, con un toque amaderado del roble de las barricas, como una infusión terrosa y húmeda en ese jugo tibio que resultaba del fruto púrpura, y el silencio acústico absoluto abrazado por los arcos de ladrillo, me transportaban a una tarde con mi amigo, embriagados naturalmente por las carcajadas y la complicidad de haber coincidido en ese mismo momento y espacio. ¡Mi reino por un día más con él!, susurré con una sonrisa desganada, concediéndome el consuelo de convivir con otras mentes ordinarias y superficiales.

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Hablo de esas relaciones fraternales, nutritivas y longevas que tienen los pantalones de hacerte ver y trascender tus propios demonios, (esas que pueden durar un mes o 100 años).

Me recordé con ellos siendo una adultescente reflexiva y carcajeante, sin temor a ser juzgada u observar un signo de interrogación en negrillas en sus rostros; dejando en el suelo unos momentos mi armadura resolutiva y protectora.  Esos que, se saborean deliciosos, acompañados por un buen queso a media tarde; y que tienen varios sabores, dependiendo en qué etapa se encuentren en nuestra vida: oscilan desde un vino joven, -fresco y afrutado-, pasando por un vino de crianza hasta llegar al de gran reserva… esos que se guardan sin querer y su espacio siempre será intacto.

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¡Salud por todos esos amigos hechos familia del alma, cuyo letrero de vida afirma: “grite, llore, maldiga y ame aquí, hasta que usted se sienta extraordinariamente bien!”

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