Texto by: Marco Salas

Debo a una recopilación grandísima de documentos históricos y a una breve charla con mi madre las informaciones más valiosas en torno al asunto de mi participación en el proceso creativo de un Manual del buen vestido, inspirado en las investigaciones más profundas realizadas acerca de la sociedad Josefa y sus miembros.

            Cuenta el doctor Brothersmith, especialista en el tema, que a finales del otoño, por ahí de 1996, cuando el movimiento cinematográfico del dogma 95 desaparecía del panorama cultural y desvanecía los tormentos que implicaban para un miope acudir a una sala de cine, que sobre una de las calles aledañas a la principal del centro de la Ciudad de México, una señorita muy peculiar se paseaba de pico a pico en la avenida.

            La señorita Julieta Bruc quedó viuda a los veintidós y a esa edad vistió un año completo de luto. El señor Bruc, antes de fallecer a temprana edad por un cáncer de pulmón, le dio indicaciones a su mujer de ir al Liverpool más cercano y comprar ropa colorida, alegre y de la época para evitar las miradas desdeñosas de los transeúntes.

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            La señorita Bruc, claramente extranjera, no sabía por qué la gente de aquí era tan alegre y tan dada a detenerse frente a las vitrinas de las tiendas para ver Friends en las televisiones de los aparadores, y es que a ella las risas enlatadas no le provocan ni una cosquilla. La gente de su pueblo natal es triste y camina con las manos en los bolsillos de la gabardina.

            Por ello, cuando enviudó, doce meses fueron de faldas negras y velos con transparencia sujetos al rostro, y en el aniversario luctuoso de su tierno esposo, fue a la plaza comercial más cercana, escogió un montón de ropa colorida y se entretuvo frente a un cubo análogo y televisivo en el departamento de electrónicos.

No sabía qué chiste encontrar en las ocurrencias de los seis amigos del sitcom, de verdad que se esforzaba por reír para que no quedase como una boba frente a una tele en una tienda de ropa. Cambió de posición, recargó todo su peso en una pierna y clic, su tacón metálico se enterró en la maderita del suelo.

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            El peso de la ropa que llevaba en brazos, más el peso de su cuerpo, más el peso de una total concentración, perforaron un agujero en el suelo. En su pueblo natal ocurre todo el tiempo si se es descuidada, pero es que las mujeres usan zapatos de tacón de metal porque de otra forma patinarían en el hielo que suele recubrir el pavimento cuando nieva.

            Tiró de su pierna, trató de darle vueltas al tobillo y cuando el peso de los colores se le hizo irritante en los brazos, dio un fuerte traspié y reventó la madera del piso. Uno de los fragmentos fue a dar a la televisión que ella observaba hace unos segundos y las astillas le pusieron fin a una de las risas enlatadas tan sinsentido del programa. Se tambaleó.

            “¡Pero cómo es usted, borracha! Con ese cuerpo tan frágil es una bestia.

Deje de tambalearse de una vez. Va a tener que pagar usted por los daños”, le dijo el encargado de área. Ella, tan sorprendida como todos a su alrededor, no supo salvo balbucear y vibrar con el cuerpo de un lado a otro, asustada, paralizada y en necesidad. ¿Dónde está el señor Bruc?, ¿dónde?, ¿dónde? Con un español apenas audible (pues se le olvidó todo al instante) articuló: Zed… y yo… ha muerto.

            “¡Contra nuestro presidente no! ¡Pero si además de alcoholizada, esta señora es una alborotadora!”, gritó el encargado, “¡una bestia etílica con nostalgias revolucionarias e inclinaciones nihilistas! Pague y váyase. ¡Váyase!” Sí, Zed Bruc, muerto como estaba, no pudo defenderla cuando la obligaron a desembolsar todo el dinero heredado para pagar los daños a la infraestructura de la tienda.

            Fuera de la plaza comercial, sentada en la escalera de la entrada principal y moqueando, un policía le pidió que se levantara y como a sus oídos extranjeros les cuesta el español cuando están amedrentados, el uniformado el dio un empujón con la bota en el trasero, invitándola a pararse e irse a llorar a otro lugar.

Ella, llena de rabia y en un impulso violento, lanzó certeramente la punta de su tacón metálico al empeine del guardia, aunque debido a las lágrimas su puntería falló y terminó por abrir otro orificio en el concreto, ahora de la escalera principal.

            Madre santa. Corrió con fuerza, pero fue alcanzada y detenida de golpe. “Perdón, perdón”, se apresuraba a decir cuando se volvió y no pudo reconocer a la silueta que la tenía sujetada por el brazo, la que se acercó a ella con un tacto friolento y dijo con un acento extraño: sería usted muy buen elemento de una sociedad secreta, nos vendría muy bien su ayuda para la magna construcción de un manual del buen vestido; y desapareció.

            Claro que desaparecer es una palabra muy mal empleada cuando la silueta lo que hizo fue soltarla, recargar la palma en su cabeza y caminar. Ella lo alcanzó e insistente le pedía explicarle qué quería decir, hasta que él, de una media vuelta dramática y teatral debido a los pliegues de la gabardina que portaba, le dijo: lo hace usted muy josefamente.

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            Y desapareció, al fin. Julieta Bruc, tan confundida como estaba, llegó al portón de su casa y sin darse cuenta, abstraída en su cabeza como iba, chocó con la puerta y zafó la manija. No podía entrar, aun con llaves necesitaba la palanca para abrir. Rabia, ira, Zed. Todo ello cruzó su cabeza y antes de patear el umbral, vio la ventana abierta y se alegró de que en esta ciudad no lloviera tanto.

            Tras un rato de maniobrar y saltar para alcanzar la ventana, se dio por vencida. La gente la miraba extrañada. Ella agachó la vista y vio sus zapatos, esos tacones que la habían puesto en ese lugar, y porque ahí la habían puesto, de ahí la iban a sacar. Colocó el pie derecho en ángulo recto en la pared e hizo presión.

El tacón se hundió en la estructura de la casa, pero no, ni modo de caminar sobre la pared en noventa grados; imposible. Dio media vuelta, dobló la rodilla, alzó el pie y hundió el tacón bien hondo. Levantó el peso de todo su cuerpo con la pierna derecha. Luego hizo lo mismo con la izquierda y continuó escalando de espaldas con sus tacones hasta llegar a la ventana.

            Lo hace usted muy josefamente, se dijo, y se decía cada vez que decidía renunciar al portón y entraba a su casa escalando. Comenzó a hacerlo en las fiestas. A la gente la resultaba muy risible cuando fingía, aterrada, tambalearse hacia atrás, hacia la pared más cercana, pues alguien acababa de cometer la atrocidad de contar un mal chiste y ella necesitaba equilibrio. Respondía los aplausos con sonrisas desde lo alto de la pared, colgada como araña.

            Era un privilegio tenerla en casa. “La señorita Bruc va a estar presente”, se rumoraba por los rumbos y acto seguido, un domicilio atiborrado de invitados galantes. Nadie la juzgaba por sus ropas oscuras, sus faldas largas o los velos con transparencia que se adhería al peinado, ninguna mirada fue dirigida a ella de como cuando había llegado por primera vez y el señor Bruc le pidió, con sus últimas fuerzas, hacer un cambio para evitar desdenes.

            Este cambio era el que necesitaba: ser el centro de atención y repartir promesas de ir por unos tacones idénticos a su pueblo natal y traerlos envueltos como obsequios. Todas las casas de los alrededores contaban ya con los agujeros de sus zapatos en las paredes. Una vez, temeraria, se colgó de una chimenea y cuentan que desde ese día el humo se escapa un poco y el techo de la morada pasa del blanco al negro en segundos. Sus habitantes tosen gratamente, pues recuerdan a la señorita Bruc de espaldas a la pared dando brinquitos seguros y escalando, encajando sus tacones en el concreto y siendo la más alta y risueña de todos los presentes.

            “Era una muchachita bien rara”, agregó mi madre en uno de los conversatorios que sostuvimos con tal de profundizar en las actividades de los miembros de la sociedad secreta.

“Una vez la vi escalando de espaldas su casa con la bolsa del mandado en brazo. Se le cayó una manzana y lo único que hizo fue atravesarla con el tacón, alzar la pierna y quitarla. Le dio una mordida. De ser flexible y alcanzar su cara, la hubiera mordido encajada a su zapato, estoy segura, como una brocheta. Y cuando se murió, uf, mandaron a resanar todos los agujeros que hizo por la calle: en la banqueta, en los postes de luz y hasta en árboles cuando los niños le pedían que bajara una fruta.”

            “Pero qué feliz muchacha, eso sí, colgada aquí y colgada allá”, agregó el doctor Brothersmith. “Nadie como ella, hasta el final de sus días”. Esos en los que ya no escalaba, pues las fuerzas no le alcanzaban. Fue en una fiesta cuando dio la noticia de su enfermedad. Se trepó a un pilar y pidió un momento de atención. Luego dio el lúgubre anuncio.

            Tan animada que se le había visto en las fiestas navideñas, decían. Y sí. En una de esas, cuando todos los invitados se disfrazaron de Santa Claus, ella hizo una entrada muy triunfal bajando de la chimenea, la segunda que perforaba. Bajó de un brinquito agudo y después le costó trabajo desatorar sus tacones del suelo. Todos rieron y un sujeto, alto y agradable, con una barba prominente y blanca, se le acercó a ayudarla con el costal que traía en brazos. Ella se agachó para zafar su pie y él soltó una carcajada estruendosa, lo que la hizo mirarle desde abajo. Lo vio quitarse la barba falsa de Santa Claus y bajo esa traía otra, la propia, pintada de verde, blanco y rojo. Hubo un silencio y luego la voz de él dijo: lo hace usted… muy josefamente, completó ella.

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