Texto e ilustraciones por: Saraí Ramírez
Podría pasar horas cepillando el cabello de su princesa. Primero, sus dedos decorados con el cansancio de los años dibujaban surcos en la sedosa cabellera; separaba uno a uno los mechones nazarenos y con sutileza, dejaba que los dientes carey del peine araran todo rastro de enredos.
El reflejo que el espejo devolvía le llenaba por completo el corazón, parecía que toda tristeza se iría con tan sólo ver, por unos instantes, aquellos amelocotonados labios de su princesa, curvándose hasta formar una sonrisa de pequeñas ventanas abiertas, “ventanitas moradas”, como solía decirle.
La niña lo había tomado como un ritual para antes de dormir, no sin antes, demostrar que estaba lista para un breve baile. La anciana tomaba entonces, de entre sus cajones, una vieja cinta con valses de Strauss y mientras los torpes piececitos imitaban los pasos de las hermosas y agraciadas bailarinas que habitaban en su imaginación, la anciana tomaba a la niña en brazos como su pareja y la hacía girar por toda la habitación al compás de Cuentos de los Bosques de Viena.
Ambas estallaban en risas y completamente rendidas, caían en la cama. Quién podría atreverse a romper el lazo entre abuela y nieta.
El tiempo fue haciendo mella, las ventanas se habían ido cerrando una a una con madre perla y el orden, la secuencia y la frecuencia de los pasos de aquel preciado ritual se fueron modificando. Las cintas de Strauss no tenían cabida en el universo de aquella joven que ahora endulzaba su oído con las voces “acartonadas y melancólicas”, —como decía la abuela— de sus ídolos adolescentes. Aquel puente de amistad y confidencia que entre ambas se había formado, pronto quedó obstaculizado por secretos, fotos de modelos de revistas y los labios, ahora color grana, de la princesa.
La anciana, por otro lado, comenzaba a olvidar cosas, detalles que para ella era difícil que pudieran pasar inadvertidos. Solía mirar con extrañeza aquel peine carey frente a su espejo, con la certeza de que representaba algo de suma importancia, pero… qué podría ser aquello. “No puedo ahora recordarlo.”
Mientras los muros se convertían en sombras, las palabras se volvieron impronunciables y hasta los rostros, se difuminaron en masas irreconocibles que le hablaban con nostalgia y ternura. Ella, se encontraba en el bosque más oscuro de su memoria.
Un buen día, más temprano de lo común, la princesa se había levantado y corrió a despertar a su abuela con una suave caricia en la mejilla. La anciana no tardó en despertar, sostuvo entre sus manos, las pálidas y poco tibias mejillas del rostro que parecía familiar a sus ojos, casi tratando de guardar el preciso instante en el baúl de sus recuerdos. “Sé quién es; aunque… no podría asegurarlo con certeza”. La vio alejarse un poco y revolver entre sus cajones, buscando algo. “¿Quieres qué te ayude?”, le preguntó y antes de que pudiese concluir la frase, la joven mostró triunfante una vieja cinta con valses de Strauss.
Cuentos de los Bosques de Viena, comenzó a sonar, la joven incorporó a su abuela y la ayudó a sentarse a la orilla de la cama, frente al espejo. Tomó el viejo peine carey y comenzó a deslizarlo sobre el ralo cabello blanco de su abuela. “Quedarás preciosa y lista para un breve baile”, le confió al oído…
“Pero si te soy sincera, podría pasar horas cepillando tu cabello, mi hermosa Princesa”.
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