Por Una Buena Brujer

Febrero, 2019

-Déjala, mi’jo, a mi niña le gusta la grasita-, afirmaba mi amorosa abuela conmigo de cinco años en su regazo. Defendía con una sonrisa que su flacucha nieta disfrutara de una sopa bienoliente, cuya pasta sofreía con manteca de cerdo y que acompañaba de menudencias de pollo y mucho, mucho amor.

He de decir, que nunca volví a probar una sopa como la de sus manos, sus hinchadas y rojas manos de cuidar a hijos, nietos y una casita que siempre le requería de faena y demandantes cuidados.

Tuve la inmensa suerte de conocer a mi abuela Guadalupe desde muy niña, y el vacío de su amor lejano muy pronto. No la culpo; si fuera por ella y a pesar de la distancia, sus sopas, abrazos cálidos y voz me siguieran acompañando. Me aferro al recuerdo vívido de sus caderas cansadas, meneándose para descansar sus piernas de vez en vez con su mano en un cucharón para dejar ese guisado de menudo –pancita- en su punto.  Le abrazaba de su delantal y en silencio me regalaba una mirada cómplice y una sonrisa.

Cuando niños no dimensionamos la fuerza, protección y cariño sin condición de una abuela así como la mía… creemos que merecemos todo su amor, su mejor versión y que así será toda la vida.

Cuando adulta, pensaba en aquellas poquísimas tardes de su mirada fija de anteojos bifocales en su tejido, con una horda de chamacos corriendo alrededor suyo. “Abuelita, ¿verdad que me quieres mucho?”, pregunta una de mis primas con mirada presuntuosa y triunfante, como ganadora de la batalla, después mi abuela se acercaba a mi infantil oído y me susurraba “pero tú eres mi consentida”, mientras me guiñaba un ojo, y yo, seguía corriendo gustosa a su alrededor… Ahora sé que no podía darse el lujo de tenerme como su predilecta; éramos demasiados, además la distancia, atenida a un padre ausente y sus propios pesares la contenían; sin embargo, cierro los ojos un momento y le agradezco haberme amado tan brevemente con todo lo que su ser le permitía.

Al verla con ojos adultos, le agradezco haberme sobrealimentado y sobre amado las veces que la visitaba en su casa, especialmente con mi pasado adolescente y joven adulto sin su sombra nutricia y amorosa del árbol de su vida, sin sus manitas cansadas oliendo siempre el clarasol, y su largo cabello largo y mirada triste.

Uno de los sueños que tengo desde hace años es tener una nana de piernas fuertes, brazos rollizos y regazo amoroso que haga maravillas en la cocina, que me escuche, aconseje y guíe alcahuetamente, como imagino que mi Lupita sería. Es ella quien hace falta.

Con una abuela –pero de las meras buenas-, somos invencibles, los consentidazos, dejamos de ser poco agraciados (a su mirada compasiva), y nadie tiene poder de reprendernos ni malmirarnos… con ella encontramos el regazo más confiable y cómplice que tanto nos hace falta en la adultez cruda.

Una tarde, convaleciente en una cama de hospital, me dieron la noticia que ella había partido… aquellas memorias de niña nunca volverían a suceder y que, dolorosamente no podría decirle más cuánto la amé, cuán grande fue el amor tan breve que me regaló que aún recuerdo como el que más.

Me permito echarla de menos cuando pruebo de un tazón la pancita que ella solía preparar o cuando veo alguna abuela reír con su nieto en brazos, y más aún cuando ella se hace presente en una foto antigua, cómo recordándome que sigue a mi lado.

De esos instantes está hecha nuestra personalidad… de los olores, sabores y sensaciones que los que nos han amado en vida y han trascendido, nos regalan desafiando a la muerte, a los años; recordándonos que una parte de su amor no partió, e ilumina vívidamente nuestros días.

Ella sigue conmigo, las dos lo sabemos.

 

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