Colaboración. Creación de fotografía a partir de texto.

Texto: Daniel Anaya López (@danielanaya423)

Foto: José Ambrosio (Instragram: @fotosensibleMx)

Cuando mi hijo era un bebé, me impresionaba observar la aparición de sus dientes abriendo las encías como pequeñas navajas, incitándolo a morder cualquier cosa para aliviar la ansiedad.

          Los recuerdos de la niñez asociados a la dentadura vuelven a mi mente como un proceso universal y de puro interés monetario provocado por la visita del ser mágico que realiza la transacción bajo la almohada, pero no recuerdo haberme cuestionado cómo es que se acomodan todas esas cuchillas al interior de las encías, dispuestas a salir a su debido tiempo, como por arte de magia. Todos damos por hecho semejante proceso de desarrollo, así como damos por hecho que la Tierra seguirá girando.

          Hace una semana comencé a sentir un ardor general en las encías, y pensé que habría hecho algún esfuerzo al comer. El ardor fue en aumento, al grado de desconcentrarme durante el día y hacerme retener la atención sólo en esa molesta sensación que me hacía querer arrancarme los dientes con los dedos. Recordé entonces a mi hijo y sus primeros dientes, me vi en su lugar y me sentí un idiota.

          Exactamente una semana después se me cayó un premolar. No puedo precisar si se cayó por sí solo o si lo provoqué mientras intentaba aliviar el dolor masticando con desesperación un hueso, cual perro. Una vez caído el diente, la ansiedad aumentó. Pensé en verme por completo desdentado y el miedo me hizo pensar en acudir de inmediato con mi odontólogo, pero el pánico a que me confirmara una imagen de anciano prematuro era aún mayor. Me prometí soportar el ardor y no recurrir a las prácticas de roedor nunca más.

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          Mi esposa no había notado mi ansiedad, ni el hueco en el costado de mi dentadura, pero mi hijo de diez años de edad me lanzaba miradas burlonas, dejándome en claro que conocía mi padecer, y lo disfrutaba. ¿Sería una especie de venganza por haberle arrancado los dientes flojos con los dedos? ¿Por no haberle dado el suficiente dinero que merecía el dolor de cada raíz desprendida? No quise sucumbir ante sus burlas, ni ante algo tan tonto como una molestia en las encías…

Ayer se me cayó el último diente. Era de noche, no había dormido un sólo instante. Permanecí despierto toda la madrugada, en silencio, sudando junto a mi esposa por resistir la terrible sensación y no despertarla. Me levanté al baño y, tensando cada músculo del cuerpo, arranqué los dientes faltantes, los incisivos, que hasta entonces me habían permitido seguir disimulando un poco mi apariencia. Por cada diente que caía en el lavabo, la tensión disminuía. Derramé lágrimas silenciosas, escupí la sangre, me enjuagué y regresé a acostarme, como un cordero resignado, asustado de reconocer mi condición: había quedado chimuelo a mis cuarenta y dos años.

          En la mañana me refugié con cautela en el baño hasta que mi esposa y mi hijo salieran al colegio y al trabajo. Me miré en el espejo y me percaté de unas pequeñas espinas saliendo de cada orificio en mis encías. Me tiré a llorar y a gritar. Abrí la llave del agua fría de la regadera y permanecí con la boca abierta, sintiendo cómo las gotitas lavaban un poco el sabor metálico de la sangre. ¿Qué podía ser peor? ¿Escamas? ¿Calvicie y luego una cresta? Obviamente no fui a trabajar, e intenté articular las palabras lo mejor que pude al hablar con mi jefe. ¡Cómo me dolió el soplido de cada “s” al pasar por la carne viva!

          Para las doce del día, las espinas que salieron ya eran fuertes y puntiagudas como las de una piraña. Mis ojos hinchados de tanto llorar apreciaron en el reflejo el corte de mi lengua al pasarla con suavidad entre cada cuchilla. Debía haber bebido al menos medio litro de mi propia sangre por los cortes al interior de mi boca. Me vi al espejo, sangrado, demacrado y con una sonrisa macabra llena de colmillos que nunca cerrarían por completo, que rechinarían en mi conciencia hasta la muerte. Entonces recordé la mirada irónica de mi hijo. Él sabía que esto sucedería. Su sonrisa burlona se había anticipado a mi humillación.

          De noche, una vez que mi esposa y mi hijo estaban durmiendo, simulé llegar del trabajo, como todos los días. Fui directamente a la habitación de Marquito y, al entrar, lo observé despierto, sentado en su cama en mitad de la penumbra, esperándome. Aún mantenía la estúpida sonrisa retadora y burlona en el rostro. Me abalancé sobre él, deslizando mis dientes por su carne tierna y haciendo brotar la sangre con la facilidad que brota el jugo de una manzana. Pude escuchar cómo él se reía mientras yo disfrutaba de su agonía. Mi mujer llegaría en cualquier momento por el ruido, pero yo, después de haber bebido a grandes tragos la sangre de aquel ingrato, dejé de sentir el ardor en las encías. Toda ansiedad se convirtió en alivio, en placer, en venganza.

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