Por Una Buena Brujer

Sí, podría ser multada por la Real Academia Española por tal faltademajaderia, -diría la vecina- a la lengua castellana; pero no existe algún calificativo para describir cabal y justamente la emoción que me contagia el alma…. comer.

Para mí, esa experiencia de supervivencia básica, es mucho más que acomodar el traserito de forma mecánica a la mesa, masticar tediosa y rápidamente el bolo, hasta que la leptina avise al cuerpo: «suficiente, estamos satisfechos. Ya párale».

El sublime proceso alimentario que involucra todos los sentidos –hasta el común- comienza por el olfato, dónde podemos prescindir de la vista, y tacto: los quimiorreceptores preparan al cuerpo completo, buscando integrar la imagen con la escena de un multicolor platillo, para después hincar el diente cómo si no hubiera un mañana. Y cuando, por fin te levantas con esfuerzo de esa mesa llena de pecado irresistible y caminas aletargado, la gente no sabe si vas o vienes.

Desde la cremosidad de una sopa de frijol en San Miguel de Allende, en una tarde tan rosa como la cantera de esa gótica e imponente catedral, disfrutando el vaivén de las personas saboreando un helado artesanal, pasando por una tlayuda con frijolitos picosos de orilla crujiente, ya entrada la madrugada en Puerto Escondido, teniendo como principal espectáculo la estela de luz “hirviendo”, del bastón de fuego en las duchas manos de un lugareño; sin dejar de lado una paleta de hielo de la suculenta guanábana… encontrarte con el capullo suave y agridulce que envuelve una semilla en una refrescante mordida, caminando en el benditamente interminable malecón de Vallarta.

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Quédate un momento más en mis letras, y cierra los ojos mientras hueles la leña de una  bondadosa y pulcra cocina de Chiapas, y tu boca saboreando una tortilla recién hecha a  mano, bañada en manteca de cerdo, con sal y chiles toreados de las limpias manos artesanas de las mujeres de Zinacantán.

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“Ahora que fuimos de vacaciones, Brujer, no encontramos un lugar acreditado dónde comer, y terminamos en un conocido –frío, artificial con comida plástica, digo yo-, restaurante de comida rápida”… escucho en las palabras de un amigo tal disparate, mientras me golpeo la frente con la palma de la mano. No, eso no es de Dios. Yo me emociono preguntando a viajeros para mis  vacaciones, dónde localizar esos mercaditos clásicos, esos modestos puestitos a la orilla de una playa casi virgen, con el sazón más placentero y destinar varias horas al día permitiendo una explosión a mi paladar mientras escucho historias de los lugareños.

Y es que, salivo cual perrito de Pavlov, mientras escribo y me transporto a esos lugares nutridos de sabores, olores, texturas, colores y sentimientos que me convencen de que, la comida no sólo satisface una mera necesidad de supervivencia: llena el alma, acompaña y disipa la melancolía y la apatía, y nutre un corazón apachurrado.

 

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