Ojos de ocelote

Están ahí, siempre han estado ahí, desde antes de que el suelo fuera llamado suelo, cuando era otro nombre, más antiguo y grabado en la piedra de santuarios. Todos somos sus hijos, pero hay algunos que lo son más y ellos lo saben.

Lo puedes saber por el color de su piel, por lo que llevan puesto, los caminos que recorren, y por las carencias que sufren. El sistema está diseñado para mantenerlos siempre ahí, cerca de la tierra que cultivaban y que ahora pisan con tenis a punto de deshacerse, mientras esperan afuera del metro.

En México la clase media alta y la media baja se rozan frecuentemente. Son considerados el promedio y la movilidad social es fácil. La clase alta y la clase baja se encuentran tan alejados de este promedio que difícilmente se comprende el alcance del privilegio o falta de privilegio que tienen una y otra.

Es fácil no verlos. Unos se mueven por el aire, envueltos en perfumes finos y evitando una ciudad que sufre un estado crónico de congestión vial. Otros están allí, en las esquinas que nadie quiere fijarse, pidiendo por una moneda con pies agrietados y cenizos, una voz temblorosa que implora suavemente, o haciendo trabajos que los dejarán con la espalda dañada en la vejez sólo por un salario mínimo insuficiente.

Y a veces nos rozan, en momentos fugaces en donde conectas tu mirada con la mujer limpiando el camellón, el hombre subiendo a vender al transporte público, y de manera violenta nos reconocemos como clases sociales diferentes, y nos odiamos.

Por una milésima de segundo pensamos si nos quitarán lo nuestro, si la tierra de su ropa nos llegara a ensuciar, si nos llevarían a una guillotina de tener oportunidad para expiar por lo que tenemos y ellos no, y los odiamos.

Ellos nos miran, nos reconocen con ojos que siempre parecen de ocelote, desconfiados y traicionados con los hermanos de tierra que saben que nunca los ayudarán a pesar de tener ya todos los objetos vanos que siempre desearán los humanos y a los que no podrán acceder, y nos odian.

Nos miramos, y apartamos la mirada. Hoy no pasó nada, cada quien continuó su camino. Al cerrar los ojos desde mi cómoda cama donde no llega el frío, la culpa me quema, no puedo dejar de pensar en esos ojos de ocelote.

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