Texto y fotografía por: Amparo Bojórquez

 

Escupió en el lavabo, mirando los ríos de blanco azulado mezclarse con el agua, formando un remolino antes de desaparecer.

Hoy por fin terminaría.

Mojó su cara con el agua helada antes de limpiarse con la toalla áspera, restregándola bien por su rostro hasta que estaba seco y un poco rojo.

La voz de su mamá llamándola le llegó haciendo eco sobre las baldosas azules, así que por fin bajó del banquito que le permitía alcanzar el lavabo y salió del baño, sentándose a desayunar lo mismo de todos los días: huevos con frijoles.

“Dale de comer a tu hermano, ándale” le dijo su mamá acercándose con el sartén en la mano, sirviendo los huevos directamente a su plato mientras que sostenía el celular aplastándolo entre su oreja y su hombro, hablando con su tía.

Ella se levantó para hacerlo, sus piernas dolían más arriba de lo que ocultaba el vestido.

“Sí sí, te estoy escuchando…pues ni modo, vas a tener que irte a plantarte afuera del juzgado, a ver si te reciben…” regresó la mujer a la estufa, todavía hablando mientras limpiaba el aceite del sartén con una esponja, pequeñas nubes de humo se desprendían del metal caliente empañando el vidrio de la cocina, desdibujando los pájaros sentados sobre los cables de luz que se veían tras este.

A Yosanik no le molestaba darle de comer a su hermanito. No, sabía que su mamá estaba muy ocupada tratando de recuperar la casa de sus abuelos. Tampoco le molestaba que la pusiera a cuidar a Eder, a cocinar o limpiar.

Le molestaban los otros ojos, que se encontraban sobre ella.

“Apúrate, ya nos vamos, ponle los zapatos” le indicó nuevamente su mamá. Yosanik levantó el seguro de la silla de Eder, quien ya acostumbrado a esta rutina, la rodeó con sus frágiles brazos y piernas.

Un día hace unos años, en el recreo de la primaria, Federico pateó la pelota hacia el árbol y le pegó a un pajarito. Ella y las otras niñas lo recogieron del suelo, y aunque no pesaba más que una bolita de algodón, sabía que seguía dentro de su pequeño puño por el rápido palpitar de su corazón.

A veces cuando cargaba a Eder, tenía la sensación de que tenía un pájaro también contra su pecho, podía sentir su corazón retumbar con un ritmo rápido contra el suyo.

Le había preguntado a su mamá si era normal que siendo tan pequeño su corazón fuera tan rápido y tan fuerte. Cuando su mamá contestó que le preguntara a su papá, no volvió a preguntar.

Inyecciones contra la influenza en el seguro, compras en el centro y un par de hamburguesas con jugo de naranja cuando dió hambre.

“Mamá, nos prometiste cuetes” le recordó Yosanik a su mamá. “Si, cuetes!” coreó Eder en el lenguaje todavía no desarrollado de sus escasos 4 años. Su mamá torció el gesto, pero terminó revisando su monedero.

“Nada más no le digan a tu papá que se los compré eh!” les advirtió, tomando a uno en brazos y otro de la mano, regresando a buscar los dichosos cohetes. Una bolsa de buscapiés y una cajita de varitas para cada uno, se decidió después de muchas negociaciones.

“No los van a usar hasta la posada” les advirtió. Como cada año en 12 de diciembre, en la vecindad esa misma noche se iba a vender ponche, se cumplían con los cantos tradicionales y se prendían cohetes.

Cuando regresaron a su casa ya se escuchaban ronquidos profundos que venían detrás de la cortina que hacía las funciones de puerta del cuarto de su mamá, quien solamente prendió la tele y la dejó al cuidado de Eder para salir a vender. Yosanik odiaba los ronquidos, que seguramente ya tenían olor a alcohol.

Ella ya lo sabía, aún sin comprobarlo. Después de la hora de la comida siempre olía a alcohol.

Dieron las 4 y luego las 5. El corazón le latía más aprisa, pero no dudó ni un segundo durante la preparación.

Primero las varillas, de afuera de la calle hacia dentro, pasando por debajo de la puerta, en forma de escalera como le había enseñado su primo. Encendías una y esa se consumía hasta el otro extremo, acababa sus últimos momentos prendiendo la siguiente.

En el fondo, todas las varillas que restaban y la bolsa de buscapiés daban a la cortina que funcionaba como puerta. Sus manos sudaban, pero no dudó al encender el gas también del boiler, girando la perilla hasta que topó con el fondo, completamente abierta. No encendió ningún cerillo.

Tomó a Eder con suavidad de su pequeña cama, las manchas de jugo de naranja alrededor de la boca le hacían naranja y pegajosa la piel. Tomó la bolsa con sus pañales también, y salió al patio con los cerillos, cerrando la puerta con la llave.

No soltó a Eder para encender la primer varilla, empezando a caminar sin mirar atrás. Seguramente habría gritos.

Se sentó en la banqueta, con el niño en brazos, mirando a los bomberos pasar a su lado con sus trajes amarillos y sus cascos rojos.

Su corazón iba más tranquilo que nunca, ambos, el de ella y el de Eder aún dormido, juntos.

Hoy por fin, había terminado.

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