Dime, el poeta suplica, la mentira que necesito para sentirme a salvo, dimela con tu propia voz para creerte.

Amparo Bojórquez

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Todos los que nos dedicamos a la escritura tenemos nuestros referentes: periodistas, novelistas, cuentistas, ensayistas, poetas. Los adquirimos en nuestra juventud, en el momento justo en que nuestros ojos pasan por primera vez sobre una frase que nos hace detenernos, subir la vista, extasiados y maravillados por la forma en la que dijo exactamente algo que sentimos y no teníamos las palabras para describirlo.

¿Cómo escribir cuanto ha significado para mi la antología Crush, de Richard Siken?

Me enseñó en primer lugar, que la poesía es un ente vivo, que el momento en que puedes poner una pintura en la cabeza de alguien más, eso es poesía.

Otra enseñanza fue la cadencia del inglés, fuera del uso práctico y conversacional del lenguaje, su esencia, sus límites para la expresión de un sentimiento. Recordar humildemente que existen cientos de idiomas en el mundo y que el alma de cada uno es su poesía, lo que se puede hacer con ella.

No va a haber ningún poema en inglés que entienda el luchar revolucionario latinoamericano como Benedetti, así como ninguno en español que describa la nobleza de los pinos mientras llueve de la forma en que hacía Whitman. Son cosas metafísicas difíciles de explicar.

La poesía de Siken es vaga, pasando de un pensamiento a otro hasta el preciso momento en que deja de serlo y nos da un momento tan vívido como una fotografía, sin saber el antes o el después, transmitiendonos la emoción de ese momento específico; Un departamento luminoso, con olor a manzana mientras ocurre algo terrible en la alfombra.  El puente en el se pronuncia el nombre de un amante como un susurro. Un baño de mala muerte en donde una persona se ve al espejo arrepintiéndose de algo que pasó, de algo que apenas va a pasar.

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Crush, el primer libro de Richard Siken que le valió el premio Yale Young Poets en 2004 trata, en sus palabras, de la piel. Del contacto. De cómo una persona se define, fuera de sí misma, por las cosas que su cuerpo hace. Todo es inherentemente romántico, si. Pero se tiene al amor como algo sorprendentemente real, incluso crudo, nos lleva a ese extremo egoísta u obsesivo, pintado con una delicadeza que puede resultar tan abrumadora como violenta.

Siken nunca rima, uno apenas se da cuenta de los versos hasta que enuncia a media voz, cada línea acomodada más atrás o adelante en la blanca hoja, indicando exactamente donde pausar o hacer énfasis.

El lector no es el destinatario final de las palabras. Estas pasan entre el escritor y alguien más, alguien a quien quizá no le llegará el mensaje. Sin embargo, nos sentamos a un lado y dejamos que las palabras pasen por encima de nosotros, con su energía febricular, la inevitabilidad del caos y la belleza en un corazón despedazado.

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