Texto por: Amparo Bojórquez
La noche en la sierra siempre se encontraba llena de sonidos, el rumor de una serpiente deslizándose, el sordo cantar del tecolote, cientos de insectos frotando sus diminutas patitas creando ruidos que podría él diferenciar por especie normalmente.
Pero esa noche, los pasos torpes de Domingo sobre la tierra y las hojarasca rompían con el silencio de la noche.
La falta del cantar habitual de la oscuridad lo tenía sin cuidado en ese momento, los bordes de su existencia difuminados por el tufo del famoso licor “enfriador” veraniego que el compadre Mauricio sacaba a relucir sin falta todas las noches alrededor del segundo juego de cartas.
De esta manera no se percató del silencio, sus pasos lo conducían lento pero seguros a través de las ramas y piedras, que podía reconocer hasta con los ojos cerrados como el camino a casa desde que empezó a dar sus primeros paseos de mano de su madre.
Su madre, que le había llenado la mente de sus historias, decía siempre su abuela. Conservaba ese recuerdo de ambas frente al fuego, su madre con la vista baja y la trenza en el hombro, callada y sumisa, mientras su abuela se sentaba en un pequeño banco frente al comal, con la misma pose que él imaginaba, tenían los antiguos tlatoanis en sus tronos de piedra. De ella destellaba la seguridad de quien sabe a ciencia cierta que una palabra suya bastaba para hacer elegir de quién sería la sangre que correría en sacrificio a los dioses. Matriarca y poderosa, su opinión era más una orden dentro del pueblo. Ocupada en los asuntos terrestres, regresaba a casa de noche, mientras madre e hijo decían las últimas oraciones antes de dormir.
Una mirada a sus temorosos ojos de niño bastaban y sobraban para saberlo. “Le estuviste contando historias al niño otra vez Toña” afirmaba, más que preguntar, y la nuera sólo inclinaba la cabeza, en espera del regaño que no se hacía esperar.
Brujas, duendes, fantasmas, espíritus. En el mundo del pequeño Domingo dentro de la oscuridad se encontraba siempre algo o alguien, dispuesto a jalarlo de las patas para no volver a ser visto. Su madre lo persignaba tres veces, escondía tijeras bajo la almohada, le daba leche en noche llena y le untaba miel en el pecho cuando el viento soplaba más fuerte que de costumbre. Junto a la cama de ambos se levantaba un altar que hacía unos tiempos había sido pequeño, creciendo cada vez más hasta volverse en una verdadera mesa donde se mezclaban cultos de toda clase, católicos y paganos, esotéricos e indígenas.
Al morir su madre, que en paz descanse, no había enfriado el cuerpo cuando su abuela tiró todo aquello, alegando falta de espacio y exceso de polvo.
Le había tomado a Domingo muchos más años librarse de las viejas costumbres con nuevas compañías, que pronto lo “curaron” a base de albures y alcohol, hasta formarlo en un hombre que se burlaba de las pendejadas que creía de niño, con perdón de su santa madre.
Con los ojos cerrados iba, hasta que sintió el más puro instinto humano que nos para los vellos de la nuca y hace que nos recorra un aire frío justo antes de que pase algo terrible, y los abrió. En el suelo pudo observar el rastro de algún animal, hojas secas y un par de hongos. Y unos momentos más tarde se dio cuenta de que podía observar todo con claridad, a mitad de la noche y sin llevar ninguna lámpara.
Al mirar hacia arriba la vió, una bola de fuego que no parecía arder. Iba descendiendo sobre él y en cuanto notó su mirada un ruido infernal como de uñas raspando metal lo hicieron caer al suelo gritando aún mirando al esperpento, el demonio o criatura que se iba acercando cada vez más.
Como una inundación su mente se llenó de todos los cuentos, refranes y consejos de su madre. Domingo sacó fuerza de algún lugar de su enbrutecido cuerpo deshaciendo el cinturón de tela alrededor de su cintura y haciéndole un nudo.
“Chingada madre” susurró y la bola de fuego titiló. Hizo otro nudo “Cabrón, hijo de puta” siguió diciendo, y la bola emitió otro espantoso alarido.
Por cada nudo y grosería que decía la bola más que descender empezó a caer, hasta quedar contra un árbol.
Domingo se acercó a la mujer desnuda, la bruja, que lo miraba con ojos enloquecidos y saliva alrededor de los labios, produciendo más del sonido chirriante en su garganta de una forma totalmente inhumana.
Con el mismo cinturón la amarró al árbol, empezando a andar a su casa hacia atrás.
Al día siguiente, el cinturón colgaba abandonado y triste del árbol, sin que hubiera más huella de la mujer, y Domingo volvió a colocar las tijeras bajo la almohada.
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