Por: Daniel Anaya López

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by Marilyn Manson

 

Javier vivía en el futuro todos los días.

El sonido de las olas del mar, las gaviotas picoteando la arena, su hija riendo a su lado, el calor del sol pegando de lleno… Su mente divaga mientras su mirada contempla a una anciana que desdobla con lentitud un par de billetes frente a la ventanilla bancaria.

Javier piensa en las vacaciones de diciembre en las que tanto desea huir junto con su esposa e hija. Una semana en la playa. Con eso bastará para poder aguantar otros ocho meses de trabajo.

Javier llega de trabajar, ayuda a su hija a hacer la tarea, lava los trastes y se recuesta con su esposa a charlar unos minutos con la vista apuntando al techo, hasta que el cansancio le impide ver su serie favorita en la televisión.

El presente de Javier es lo suficientemente asfixiante como para preferir perderse en los planes del futuro que nunca decepcionan; pero el futuro es intangible, incierto, y Javier es consciente de ello.

¿Por qué hacer planes? ¿Es que tenemos que convivir con el hastío la mayor parte del tiempo para poder disfrutar los pequeños momentos de placer? ¿A quién se le ocurrió semejante estupidez? ¿A quién se le ocurre posponer la felicidad y colocarla en un calendario?

Por primera vez, a sus treinta y seis años, Javier decide dejar a un lado el futuro y disfrutar los beneficios del presente: su esposa, su hija, su casa, su cama, su salud, su sueño…

Javier suspira profundo y sonríe con estas reflexiones lamiendo el interior de su cráneo. Una vez que se ha hecho consciente de su existencia en el presente, es también consciente de su cuerpo y sus pensamientos. ¿Cuál es el preciso momento en que dejamos de estar despiertos y nuestro cerebro comienza a soñar? ¿Cuánto tiempo me queda para dormir? ¿Qué pasará si detengo la rutina y las obligaciones? Podría comenzar a hacer algo que me haga realmente feliz… podría cocinar y poner un pequeño restaurante. ¿Cómo es que pasó tan rápido el tiempo?

Las imágenes de la infancia de Javier comienzan a transcurrir con soltura, provocándole nostalgia. Piensa en sus padres, en su rígida ideología, en lo equivocados que estuvieron siempre. Intenta recordar momentos agradables. Se le viene a la mente su mejor amigo, el perro callejero que adoptó a sus catorce años. Respira profundo, aliviado.

Javier escucha voces sin poder abrir los ojos. Escucha mucha gente. Escucha el llanto de su esposa. Su voz. Siente gotas caer sobre su rostro. Una mano que lo acaricia. Luego silencio. Incertidumbre. Está confundido. Siente hormigueo en diferentes partes de su cuerpo, pero no puede moverse, no siente sus extremidades. De pronto siente ardor intenso en los brazos pero no puede hablar, aunque lo intenta. El olor a hospital, medicamentos y enfermedad no se va. Transcurren muchos días. El dolor vuelve cada cuatro horas. Ahora sabe que se trata de muestras de sangre; los enfermeros le avisan antes de introducir la aguja en la carne. Las voces son amables, pero rutinarias, fingidas, ensayadas. Otra vez la puta rutina. Es un sueño muy largo.

–No tengas miedo. Vas a estar bien. Laurita no sabe nada, no se da cuenta. Te amo, todo va a estar bien. Dame una señal, Javier, hazme saber que me escuchas, que estás consciente. Por favor… por favor.

La señal fueron lágrimas. Él estaba consciente, todo el tiempo lo había estado. Pero el umbral entre la consciencia, el sueño y la muerte es imperceptible.

El futuro no existe, es una concepción humana.

Javier abandonó su cuerpo físico el 30 de septiembre de 2013 a las 13:38:24, luego de 28 días en coma.

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