“When Alaska was bought, the polar bears had no clue what happened but now they were part of another nation.”

Texto y fotografía por: Amparo Bojórquez

Harris levantó la cara de la mesa, parpadeando al ver todo blanco contra los cristales sucios de sus lentes. Alzó una mano a su cara suspirando con alivio al despegar la hoja de papel que se había quedado pegada contra la comisura de sus labios.

Nuevamente se había quedado dormida en el observatorio, a juzgar por la poca luz que la rodeaba. Chasqueó los dedos encendiendo el foco de energía incandescente que se encontraba en la pared, mientras la computadora le daba la bienvenida a través de los audífonos que se encontraba alojado en el lóbulo de ambas orejas.

Harris suspiró nuevamente quitándose sus gafas por un momento para tallar suavemente sus ojos antes de recolocarlos, mirando el calendario que se proyectaba sobre la pared.

Era 24 de diciembre y otro día más de trabajo en plenas vacaciones, cuando el resto de los investigadores que tenían cosas como “familia” y necesidad de “descanso” la dejaban sola una vez más en el observatorio.

Ella se había desprendido de eso. El pequeño departamento que rentaba en las afuera de Tucson era más que nada un depósito para recibir paquetes y un ocasional sitio de descanso para cuando necesitaba realmente una ducha.

El resto del tiempo lo pasaba mirando a través del telescopio principal. Muchos de sus colegas usaban los instrumentos que ampliaban y categorizaban con pequeños letreros luminosos todo lo que alcanzaba a divisar el telescopio. Sin embargo ella era más de la vieja escuela, prefería mirar la pequeña pantalla que era el mero reflejo, nombrar a todas y cada una de las galaxias y planetas empezando con los del sistema solar y hacia afuera, ir más allá para perderse entre nubes de materia cósmica y abismos por horas, hasta que la única energía que le quedaba era para darse la vuelta y coger su confiable manta eléctrica para dormir ahí mismo en su escritorio, soñando todavía con las estrellas.

Había escuchado a más de uno de sus compañeros de trabajo hablar en voz baja de ella, tachandola de loca y obsesionada con su trabajo. Poco le importaba ya a sus 64 años de edad lo que pensaran de ella, mientras pudiera seguir trabajando en los cielos.

Tomó la taza de café que su pequeño robot auxiliar le tendía y giró su cuello en sentido contrario a las manecillas del reloj escuchando a sus huesos chasquear como una correa vieja. Usando sus piernas correosas se deslizó junto a sus silla antigravitatoria hacia su amada pantalla.

Por un par de horas se deslizó por los anillos de Saturno. La relajaba en sobremanera poder examinar prácticamente cada una de las rocas y gases que lo conformaba. Hielo, diamante, óxido de hierro, una y otra vez. Se encontraba tan ensimismada que cuando accidentalmente retrocedió hasta la atmósfera terrestre y vió un extraño objeto no entendió por un momento en donde tenía puesta la mira.

Se acercaba con un peculiar zigzagueo y a juzgar por el leve destello rojo que iba dejando atrás, estaba entrando ya en la atmósfera. La mujer no podía despegar su vista de la pantalla al ordenar al auxiliar por la fecha de los próximos meteoritos, recibiendo respuesta inmediata por medio de la voz ligeramente electrónica. No hasta dentro de dos meses. Entonces, ¿por qué…?

Sentía su corazón latiendo rápidamente contra sus costillas, dejándola sin aliento. Nunca en su vida había visto algo que la sobresaltara tanto. Por más que su trabajo fuera descubrir cosas nuevas del espacio, poco o nada había sido inesperado. Las mismas sustancias básicas repetidas en distintas formas, incluso formas sorprendentes. Sin embargo hasta ahora el espacio había estado desierto.

La nave o lo que fuera, ajena a sus pensamientos, dejaba una estela de humo negro a su paso, y por la velocidad calculada estaba cada vez más cerca.

“¿Se estarán por estrellar?” se preguntó a si misma en voz alta, sintiendo un sobresalto al darse cuenta que estaba dando por hecho la existencia de presencia dentro del objeto.

Sin embargo, como un sueño, el objeto fue aminorando su marcha hasta detenerse por completo según cualquier cálculo, en las afueras del observatorio.

Temblando Harris se levantó mirando a su alrededor. ¿Qué debería hacer? ¿Llamar a alguien? ¿Al ejército? ¿El gobierno? ¿Sus colegas? ¿Los medios?

Tomo su suéter tejido y empezó a caminar con piernas temblorosas. Pasó por las puertas de seguridad y el elevador sin encontrar ni una sola alma.

El edificio se encontraba vacío a excepción de ella y los auxiliares. Su mente burbujeaba de posibilidades, pero de entre todas brillaba una que le robaba el aliento: que si había sido posible, para los otros, llegar hasta la Tierra desde un sitio que ciertamente se debía encontrar fuera del sistema solar, ella podría salir. No sólo a unos metros, las cortas posibilidades de un viaje de meses para ir a Marte o a Venus. No, realmente, salir. Ver por sí misma a los lugares donde la mira del telescopio no llegaba.

Sus piernas se fueron fortaleciendo poco a poco, el aliento le faltaba y su cabello grisáceo ondeaba en su nuca al salir al calor árido del desierto y empezar a correr. Poco faltaba para el estacionamiento, cuando vio a la nave elevarse nuevamente.

Emitió un ruido sordo al caer hacia atrás, sus ojos parecían casi salirse de sus cuencas mientras veía alejarse el acero pulido sin ninguna falla a una velocidad increíble.

“¡NO!” vociferó levantándose con movimientos torpes y estirando una mano enjuta y temblorosa, mientras seguía caminando en la tierra seca hasta llegar al lugar donde había estado posado el milagro hasta hacía algunos momentos.

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“Por favor! Llévenme…llévenme también!” sollozó, con un llanto que le salió del alma, mirando hacia abajo.

La tierra era negra bajo sus botas. Miró a los lados, notando que el suelo quemado formaba caracteres, formaba una palabra.

Vacilante, dio un paso hacia atrás, luego dos, luego tres. Frente a ella, en letras grandes decía:

TIERRA – VENDIDA.

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