Por: Saraí Ramírez
La habitación se paraliza, una joven ha llegado al gran salón y los asistentes quedan estupefactos ante ella, su cuerpo se ciñe a un hermoso vestido y un halo de misterio y belleza exquisita, la acompañan mientras desciende de la gran escalera, ahí en el último escalón, él la espera.
Este es el momento, no sabe con certeza si lo había soñado antes, no estaba segura de que tendría lugar; sin embargo, es el momento propicio, las manos de aquel hombre se aproximan a su cuerpo, una de ellas toma su cintura y la otra reposa delicadamente la mano de su contraparte femenina, comienzan a bailar. Un, dos, tres, un, dos, tres, un, dos, tres… es un vals, a media luz, entre velas.
La audiencia los mira asombrados, incrédulos del vínculo que recién se ha creado entre los jóvenes hasta ahora desconocidos, ellos ruedan por todo el salón. Existirá un momento de mayor intimidad que este, donde todo desaparece y a pesar de encontrarse entre la multitud, un simple baile los aísla, la música los une e intercambian secretos, impresiones, deseos.
Todos a su alrededor entienden que lo prohibido de este baile, será la principal razón que los mantenga juntos…
Sí, es verdad, tal vez te puedo parecer demasiado “romántica”. Llámame cursi, pero créeme cuando te digo, que no hay nada que ame más en el cine que una escena de baile. Las películas que retratan o recrean historias entorno a épocas pasadas, son mi mayor debilidad, si estas suelen acompañarse de una escena en donde los personajes principales se encuentren a través de una danza, en donde con pocas palabras sepan que lo que tienen en sus manos es lo que más han deseado, ahí mis ojos se posaran y grabaré en mi mente tan deseado momento.
Tal vez la culpa la tiene mi primera película favorita, el día que mis padres me llevaron a ver La Bella y la Bestia, a mis casi 3 años, duré más de cuatro horas viéndola, el cine tenía permanencia voluntaria y yo no quería dejarla de ver, así comenzó mi idilio con los grandes salones y los bailes.
La segunda, fue Anastasia con la impresionante escena donde los fantasmas de su recuerdo la envuelven en Una vez en diciembre.
Tal vez la culpa la tiene Shakespeare y su baile en casa de los Capuleto en Romeo y Julieta.
La culpa puede ser Anna Karenina y Vronsky, dejando perplejos a la acartonada sociedad rusa.
Puede ser también la culpa de Ella al llegar al castillo del príncipe Keith, pese a las advertencias de su pelirroja madrastra.
Por qué no sería también responsable el príncipe Vlad despertando los recuerdos de Mina o Elizabetha, bailando a la luz de velas; mientras al otro lado del mundo Jonathan escapa del castillo de Drácula.
Quizá la culpa sea también de la atracción cegada por el orgullo y el prejuicio de Elizabeth y el Señor Darcy, o incluso la lección de Thomas Sharpe y Edith Cushing para bailar un vals al estilo europeo.
No, es casualidad que gracias a una de esas escenas quise, con todo mi corazón, ser actriz. Mi perfil no es precisamente el de una princesa, mucho menos de europea, no pido al universo que exista un personaje creado para mí, de aquellos que inician el baile, o quizás sí, pero me conformo con la magia, con algún día pertenecer a una gran producción de una película de época, rodeada de hermosos vestidos y hombres en traje, bailes a media luz y sentir tan sólo por un instante, en mis adentros, la emoción de llegar a un gran salón ataviada en un lindo vestido, que mi respiración se corte al mirar a tanta gente reunida en un solo lugar, bajar la escalinata y comenzar a bailar un vals.
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