Texto y fotografía por: Una Buena Brujer
“-!Cómo voy a sentir a gusto por los niños si cuando era niña, ni yo me caía bien!-“, afirmo cuando
alguien me pregunta asombrado porque no quiero tener hijos propios.
Y no soy una ¨»mostra», come
infantes, ni una amargada poncha pelotas que vuelan al patio de mi casa, mucho menos una bruja que
convierte a los niños en ratones. No.
Así el bisne: un hijo, debería ser la mejor versión de uno mismo; y ello implica donar tu vida algunos
años, y ser una persona congruente y presencial. No sólo debieron nacer para tapar nuestras carencias
o salvar un matrimonio, o peor idea: para que ellos te cuiden y se inviertan los papeles.
(Después de esta cavilación, continuamos con nuestro asunto).
Cuando era niña, -porque era ya una Herodes adultita consciente y aburrida desde los cinco años-,
evaluaba a mis profesores en dos categorías: maravilloso y nefasto. No había puntos medios, y
tristemente sólo el 3% era galardonado con mi dedo pulgar hacia arriba.
Crecí -como muchos-, entre maestros mediocres y resentidos, carentes de inteligencia emocional y
también intelectual; no confiaba en ellos y lo peor: no me inspiraban y reprimieron cualquier intento de
natural curiosidad. Eran eso: egos obesos con mentes anorexicas, por lo que desde pequeña decidí
buscar en las enciclopedias viejísimas de mi abuelo, y los Selecciones del Reader’s Digest de mi
madre, las respuestas que en el colegio no encontraba.
Triste y frustrante contar con los dedos de mi mano a los profesores que encendieron la llama de la
curiosidad de mis años escolares. Llegando a la universidad sólo un par llenó mis necesitadas ganas de
inspiración, y moría por encontrar algún mentor emocionado de su arte, de su oficio; alguien que se
ganara y perdiera en la vida haciendo lo que amaba, un apasionado de transmitir la conmoción de su
conocimiento, y vibrando con y para sus estudiantes.
Parte de ello sólo lo encontré en los libros, y
admiré tanto al catedrático que le brillaban los ojos cuando explicaba algún tema bajo en la silente y
atentísima clase en turno. Quizá por ello desde niña, sentí hartazgo con mis compañeros grises y
descerebrados emocionales. Nada les ilusionaba, no conocían la camaradería ni el entusiasmo por
querer conocer más.
Me torne una Daria (sí, la de la serie animada) a mi corta edad.
Años más tarde, fui testigo cuando una mujer de esponjado e imperturbable peinado, mantenía
cautivado a un grupo de treinta pequeños cavernícolas en el aula. Esos mismos que 20 minutos antes,
en clase de español, hervían a gritos, carcajadas y distracciones. Completamente a la expectativa de
cualquier indicación de aquella flautista de Hamelín moderna, esos niños participaban sin parpadear en
esa clase de música, olvidando el recreo, el frío de aquel salón de clases, y totalmente divertidos con la
plática lúdica de aquella profesora.
Algunos de ellos ya en la adolescencia buscaron a esa inolvidable Miss años después, con el mismo
amor, el mismo abrazo infantil, y compartiendo que habían formado una banda de rock, y que el
cariño por la música que ella les inculcó, los empujó a continuar estudios universitarios en la misma
rama. Así, platicando tan emocionados cómo si el tiempo no hubiera pasado.
¿Qué inefable causa hace que nazcamos o no con la vocación de transmitir vida, sabiduría y
conocimiento en un salón de clases?
¿Por qué no hay luz en un maestro mediocre cuyo arte no rockea ni tiene pulso?
Con unas gaaanas de deshacernos de todo ese boliche humano de pseudo-profesores y agarrarlos a…
a… verdadazos para que nunca vuelvan a romper una ilusión, una vocación, ni un espíritu infantil que
tiene hambre de luz y de conocimiento.
¿Mientras?, mientras yo me quedo con esta profesora que además de amar desde sus entrañas el arte
de la enseñanza, se prepara, estudia e identifica a cada uno de tres mil estudiantitos por su nombre,
sus gustos, y su personalidad.
Me quedo con profesores que como ella, que disfrutan de ver como a
“sus niños”, -como les llama-, se les caen de poco sus alas de leche, y los ve volar orgullosa,
guardando su carita en lugar de su corazón, incluso cuando ha pasado más de una década de ser su
“Miss Blanquita”.
Y como está saliendo la mujer cursi que vive muy dentro de mí, mejor aclaro mi garganta y brindo por
todos aquellos que aman formar, educar y aprender de cada uno de sus alumnos; y por estos últimos
que honran a profesores como ella, convirtiéndose cuando adultos en lo que desde pequeños,
desearon ser.
Ya dije.
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